La verdadera transición, por Maura Morés

La verdadera transición

Cuando los Juegos Olímpicos tocan a su fin, podemos sentir en los dedos que el verano se marchita, como si fuera una sábana maltratada que deja de estar fresca y joven al tacto para adquirir rugosidad y espesor. Sí, el verano es un tejido que se acartona y pierde lustre, es muselina descompuesta en tergal, y es que tal vez lo mejor de él esté en la fruta escarlata de junio y las olas dulces de julio. Agosto es más envejecido, renqueante, de escabeche, y sus días transcurren aplastados por un calor más insano que ha estado macerando y convierte el pueblo en un cuadro de churretes de carbón y malas aguas. Todo lleva demasiado tiempo vegetando al sol, y las paredes y muros han perdido las escamas, los perros sudan sus fuerzas como humores sobrantes, las aceras se oscurecen bajo pegajosos restos, los helados han adquirido el sabor del recipiente, el cuerpo ha soportado tanto calor que rehúye los requerimientos carnales en pos del hielo de la soledad. Conforme se avecina septiembre, vamos preparando el pecho para los botones abrochados, el plato de sopa o guiso que ya no necesitará de la compañía de melocotón enfriado y medialunas de sandía, el telediario sin piscinas, sombrillas y toallas. La tez va perdiendo ese barniz de sudor y el acné, sin jugos, se reseca y mejora. Por lo que también está bien que mengüe el bochorno.

Hay un gran alivio en los calcetines que evitan roces y viscosidad, en los desayunos calientes que blindan el estómago, y en días enteros con la carne a salvo bajo las camisas sin necesidad de la dentellada del aire acondicionado. Está bien que nuevas brisas aplaquen el ahogo del sol en plenitud, que vayan replegándose las moscas coprófagas vespertinas, que las hormigas piensen en preparar su encierro en vez de asaltar los armarios, que se duerma con más ropa de cama. Lejos de playas y estanques, el hombre y la mujer ya discurren más ágiles, pierden la modorra, van desplegando las olvidadas velocidades mentales y recuerdan cómo calcular y programar, además de criar. Más allá de la infancia, el verano idílico sólo es eterno cerca de una semana. Después eres consciente de la poca piedad del mercurio, la evasión no alcanza a recados manuales que te conducen al sofoco, la vuelta al trabajo es un insecto insistente que se hace escuchar bisbiseando en cada despertar y empaña el azul del Mediterráneo y el verde del prado. Ya que dejamos de ser las criaturas desnudas de Sorolla o nuevas truchas sin pasado ni futuro en arroyos sencillos, pedimos que no se alargue en demasía el martirio de estas temperaturas y terminamos deseando la lluvia postestival que las carcoma. Entrar en la madurez es convertirse en seres de otoño, chaparrón purificante, voraz despertar y estofado sin pamplinas ni mucha sal.

Ya no importa que haya helados multicolores si los tienes que lamer pensando en la reestructuración de la oficina. Las caricias de la espuma marina se vuelven insípidas e insuficientes si llegan antes de numerosos quehaceres domésticos en los que no tomabas parte en el verano del primer disco de Estopa. El pueblo de tus abuelos era un laberinto de milagros compartidos con diez niños más, y ahora no existen ni tus abuelos. Es lógico que el inicio de los estertores del verano no nos deje ya tan desvalidos. Al menos trabajamos y toreamos los retos con una chaqueta por armadura y no disfrazados de vendedor de collares hawaianos, descalzos y ridículos de tan enrojecidos. Ya que es imposible dejar de pensar hasta sumergido entre algas en la galaxia de las obligaciones, al menos en septiembre lo haces sin chanclas, menos sudado y con mayor señorío. Y no hay nada más digno que comer cocido hirviendo.

 

 

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