Julian Assange, por Pep Marín

Julian Assange

La princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa?

Los suspiros se escapan de su boca de fresa,

que ha perdido la risa, que ha perdido el color.

La princesa está pálida en su silla de oro,

está mudo el teclado de su clave de oro;

y en un vaso olvidado se desmaya una flor.

Hoy tocaría repasar la vida y obra de Rubén Darío. La pasión que has puesto preparando la clase, proyectada hacia el aula híper-hormonada; esa misma pasión en la que te ves a ti misma emanando pétalos de flor de tu boca de fresa, no va a ser posible.

Imagina que eres profesora de Lengua y Literatura. Imagina que has denunciado ante las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado un hecho “raruno” que has visto y grabado con tu móvil. Un hecho que te ha parecido plenamente ilegal, muy sospechoso, mucho miedo. Un maletín, y patadas en una cabeza. Imagina que al día siguiente de la denuncia, mientas preparabas la clase, llaman a la puerta de tu casa y cuatro agentes de la autoridad te piden que les acompañes por las buenas o por las malas. No puedes hacer llamadas. No puedes pedir nada. No puedes casi ni hablar. Simplemente, les acompañas, obligada. Y te llevan a una granja alejada del mundanal ruido.

Te dicen que vas a pasar aquí un tiempo limpiando hasta que se celebre un juicio. Sientes que la resistencia es fatal, pues te llevas algún que otro golpe. Sientes que llorar, suplicar, no vale de nada porque te llevas más golpes.

Ya llevas 30 días limpiando mierdas de diversas especies de animales, alejada de tu aquella otra realidad pretérita; les has puesto nombre a todos los animales que te rodean, y hablas con ellos sobre literatura como si de una clase magistral se tratara. Unamuno, por favor, deja en paz a Rosalía. Bailas, rastrillo en mano, mientras cantas sonetos, recitas poesías. Te has hecho a la nueva realidad, pero, ¿cómo? ¿Mecanismo de defensa? ¿Adecuación al ambiente? ¿Síndrome amnésico postraumático? ¿Estocolmo? El mundo entero se ha olvidado de ti en cierta medida, o eso parece, pues ni manifestaciones, ni hojas de firmas, ni abogados por la paz y por la tierra, nada surte efecto en pro de explicar y solucionar lo que te está pasando.

Entonces vienen los días, largos días, semanas, largas semanas, de juicio oral. Desde el minuto uno, cuando has sido preguntada, dices que no sabes ni tienes ni  idea de qué va esto. Denunciaste un hecho, y lo tenías grabado en el móvil. Pero el juicio va por otros derroteros. Los días pasan y tú repites y repites lo mismo, pero allí no te escucha ni Dios. Ni se habla de lo que tú viste como hecho delictivo. Ya van tres semanas de juicio. Otra vez se abre ante ti otra realidad, y tú, como el agua, te adaptas al teatro, al medio. Y así, para descubrir que efectivamente es otra realidad, te levantas de la silla en pleno juicio y haces un kata de kárate en presencia de todos y todas, lanzas puñetazos al aire, repeles un golpe invisible y gritas: ¡IUS!

Denunciaste a un pez muy gordo, y viste un delito. Ahora se te acusa de “filtraciones”. Sartén y tortilla. Vuelta en el aire.

Todo aparenta ser tan normal: salón de juicio, jueces, abogados, fiscales, policías, prensa, bedeles, secretarios y secretarias, que parece real lo que acontece y lo es en cuanto a materia, y lo seguirá siendo en tanto en cuanto lo que percibís a través de los sentidos lo consideréis real y no una impostura. El teatro y su visionado te sitúa, sobre todo a ti, después de tantos días, en una posición de adaptación mental que abre la boca y te come el presente, pensando, y por eso te ríes y le sacas la lengua a tu amiga Luisa, que más tarde o más temprano se encenderán las luces y esos actores que tan bien lo hacen saludarán al público y todo habrá acabado.

Así lleva Julian Assange no sé ya el tiempo, esperando a que enciendan las luces y los actores saluden al público, si es que llega a verlo, si es que aún le funciona el intelecto.