Olmeda y ciclista, por Tete Lukas

Todas las semanas nuestros lectores y lectoras podrán disfrutar de la nueva sección La mirada de Tete Lucas, donde el célebre fotógrafo local llevará a cabo un análisis de las mejores fotografías que ha realizado de la localidad

Tete Lukas

El 12 de diciembre de 2013 desperté temprano para salir a tomar fotografías en un día que se me haría memorable.

En la Corredera, donde vivía por entonces, el termómetro marcaba unos tremendos tres grados bajo cero y las verdes malvas del centenario olivar que rodeaba mi casa lucían blancas como la nieve debido a la ‘helor’ que se cernía sobre Cieza. Abrigado hasta los ojos, monté en mi querida y extinta Citroën Berlingo, que al tener la calefacción rota era como un frigorífico con ruedas. Y partí sin rumbo hacia donde me llevase el azar.

Tras conducir un rato, me dio el ‘abarrunto’ de coger la Carretera de Mula y al llegar al ‘Puente Yerro’ divisé frente ante mí la monumental y centenaria Olmeda del Maripinar, que regalaba a la vista una amplia gama de colores cálidos: desde el más amarillo limón hasta el naranja, pasando por el amarillo cadmio, el ámbar, el dorado… así también como un nostálgico verde de las últimas hojas moribundas que resistían al crudo invierno, sostenido todo ello por un bello tono a ‘sombra tostada’ que portaban los gruesos troncos de los majestuosos olmos.

Según el artículo El olmo a través de los tiempos de Antonio Félix Carrillo Candel, nº 21 de la revista del Centro de Estudios Fray Pascual Salmerón, se estima que estos olmos fueron plantados entre los años 1892 y 1899. ¡Na menos! Desde entonces han sufrido todo tipo de fatalidades (grafiosis, drásticas podas, estrangulamiento de los troncos por el asfalto y décadas de contaminación ambiental), pero, aún con todo, sigue siendo una de las olmedas más monumentales e importantes de Europa. Aprovecho de paso estas líneas para lanzar un alegato, a favor de su cuidado y su conservación, dirigido a toda la ciudadanía y a las autoridades, tanto presentes como futuras.

En fin, el caso es que desde la olmeda comencé a disparar mi cámara y, de repente, comencé a apreciar la silueta de un ciclista que por la carretera del puente de Los Nueve Ojos comenzaba a asomar levemente entre el denso manto de ‘bórea’ (neblina) que tapizaba esa mañana el ambiente, y pensé: ¿Quién pijo será ese loco que sale a montar en bici a las siete de la mañana con esta rasca que hace? En cualquier caso, me estaba regalando una imagen maravillosa, así que comencé a fotografiarle mientras iba acercándose, a poquico a poco, hasta que bajé la cámara humildemente cuando ya estaba a escasos metros de mí. Entonces descubrí que ¡era un señor mayor de unos 70 años de edad! Vestía guantes de grueso cuero y pantalones de pana amarrados con cordelicos a los tobillos. Montaba bicicleta de antaño, de rudo hierro con plato y piñón fijo, muy distinta a esas actuales, hechas de no sé qué fantástico material de la NASA, que pesan menos que un pollo y llevan unos piñones tan grandes como las ruedas.

Le saludé amigablemente diciéndole: ¡Güenos días! ¡Hace rasca esta mañana!, ¿eh? Y me respondió como si nada: ¡Sí, un poco!  Y siguió su camino. ¡Quedé perplejo y me sentí insignificante! ¡Yo muerto de frío, abrigado con más capas que una cebolla, y con mi pijama debajico de los pantalones! ¡Y él tan pancho! Y es que ciertamente nació en una época en la que había que ser fuerte, sí o sí.

Tras aquel encuentro, que nunca olvidaré, regresé a casa para encender mi cálida estufica de leña y procesar cómodamente lo capturado en mi viejo y achacoso ordenador. Como dice el dicho «a quien madruga… le da sueño antes», así que, después de comer, me eché una siestecica enormemente satisfecho por la bella estampa que aquel ciclista me había regalado.

¡Ya ‘aojala’ viera esta foto y pudiera reconocerse en ella!

Paz y amor.