¿III República? No, gracias ¿Una República? Hablamos, por José Antonio Vergara Parra

¿III República? No, gracias ¿Una República? Hablamos

Los detalles en política, como en la vida, son importantes. Estando de acuerdo en lo troncal, ¿qué daño podría causar un número cardinal? Daño no sé pero recelos a raudales. Me explicaré. Quienes reivindican la III República Española será porque, entre otras razones, validan la primera y la segunda. Y no acabo de entender qué anhelan de la una y de la otra. La Historia de España ha sido convulsa y sendas repúblicas, lejos de templar los ánimos, sólo complicaron las cosas. No recordaré lo que está en los libros y que muchos se empecinan en ignorar pero sí haré algunas reflexiones.

Sé que muchos pensarán que no es el momento para hablar de este asunto. Tampoco tocaba la aprobación del voto femenino magistralmente argumentado por Clara Campoamor. Inoportunidad argüida por la radical-socialista-feminista Victoria Kent que antepuso el sentido eventualmente adverso del voto femenino al propio derecho. Y es que entonces, como ahora, el socialismo académico siempre ha desconfiado de una libertad que, llegado el caso, pudiera ser nociva para los propios intereses.

La mejora de los salarios y la conquista de derechos laborales acostumbran a ser extemporáneos salvo que bonifiquen a los procuradores en Cortes, en cuyo caso la oportunidad y el consenso están garantizados. Quiero decir con ello que éste es un momento tan bueno o tan malo como cualquier otro para hablar de un asunto como el que ahora me ocupa.

Las monarquías parlamentarias son legítimas allí donde sus pueblos lo han convenido libremente mas, desde parámetros intelectuales y democráticos, aquellas no le aguantan un asalto a la república. Argüiré dos razones que no admiten contradicción.  En las monarquías el pueblo determina la institución pero no la persona. En las repúblicas, el pueblo elije ambas cosas. Ambas instituciones no son inmunes a la corrupción ni a los indecentes apaños de cortesanos palatinos pero en la república el pueblo tiene la última palabra; al menos, el derecho a ejercerla. Lo que no es poca cosa.

No podemos ignorar que existen abultados errores de concepto  que dificultarían la materialización de la teoría a la praxis. Como ya previno Castelar, hay que superar la “demagogia roja”  que consiste en confundir la república con socialismo. La República es una forma de organización política del Estado, tal vez la mejor, pero de ninguna manera es patrimonio de ideología alguna. Italia, Francia, Alemania o Estados Unidos son repúblicas y nadie cuestiona su naturaleza por el gobierno de una u otra alternativa. Reino Unido, Dinamarca o Noruega son monarquías parlamentarias y sus democracias son tanto o más avanzadas que las de los estados republicanos. Lo que nos lleva a otra reflexión. Lo que en verdad importa no es la nomenclatura sino la esencia. Las extintas República Democrática Alemana y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, así como la vigente República Popular Democrática de Corea (Corea del Norte), son clamorosos ejemplos de usurpación y  degradación de bellos ideales. El uso tan desvergonzado de conceptos como república, popular o democrática invitan a la risa si no por fuera por la poca gracia que estos regímenes totalitarios suscitaron a sus respectivos pueblos.

Lo cierto es que la interpelación que frontispicia este artículo carece del valor que usualmente se le concede pues lo que en verdad importa es la felicidad del pueblo.  El articulado de una eventual constitución republicana vendría a ser el mínimo común denominador; lo suficientemente rocoso para repeler los embates de kamikaces sin fronteras  y lo calculadamente condescendiente para que  las diferentes sensibilidades políticas tengan su oportunidad.

To be, or not to be, that is the question” que dijera aquél pues, en efecto, de lo acertado o errado del mínimum blindado dependerá ser o no ser. No escabulliré el bulto. Bajo mi humilde aunque indubitado punto de vista, la Norma Fundamental tendría que dejar cerradas las siguientes cuestiones:

  • La organización territorial del Estado donde los ciudadanos, y no los territorios, gocen de idéntica autonomía, derechos y obligaciones.
  • La separación radical de los tres poderes del Estado; el legislativo, el ejecutivo y el judicial. El Tribunal Constitucional pasaría a ser una sala especial del Supremo. Los integrantes del Consejo General del Poder Judicial serían nombrados por jueces y magistrados. El Fiscal General del Estado sería nombrado por los integrantes de la carrera fiscal. Los magistrados del Supremo, del Tribunal de Cuentas, los presidentes de las audiencias provinciales y de los tribunales de los Tribunales Superiores de Justicia de las CCAA serían nombrados por el Consejo General del Poder Judicial. Esto no garantiza una justicia perfecta pero sí independiente. Las resoluciones judiciales tienen su propia dialéctica sustentada en recursos, apelaciones y aclaraciones de sentencia.
  • La Ley Orgánica de Régimen Electoral General habrá de basarse en el principio irrenunciable de un ciudadano, un voto. No votan los territorios y sí los españoles y, en consecuencia, cada voto ha de pesar lo mismo con independencia del lugar de cuna o adopción del elector. O dicho de manera algo vulgar aunque pedagógica, el kilo de diputado debe costar lo mismo en cualquier lonja de España.
  • Será inconstitucional todo partido, asociación o colectivo que, de palabra o de facto, atente contra la unidad indisoluble de la nación española o defienda ideas contrarias a las disposiciones y espíritu de esa eventual Constitución.
  • Por descontado, el Estado será aconfesional pero combativo con aquellos credos que, en la teoría o en la práctica, representan un riesgo para nuestra forma de vida. Religiones que ignoran la dignidad de la mujer o criminalizan la homosexualidad, verbigracia, no pueden tener cabida en nuestra sociedad. Sin conjunciones adversativas que escondan, en realidad, armisticios democráticos.
  • Nuestro sistema económico será la economía de mercado con marcado carácter social. Si prescindimos del alma individual (consciencia) y colectiva (solidaridad),  el liberalismo ortodoxo quedará reducido a una maldita selva sometida a la ley del más fuerte. La economía planificada y la dialéctica de la lucha de clases sólo ha traído penuria y desolación. No hay debate en este aspecto.
  • Toda constitución, ésta también, debe explicitar y graduar un catálogo de derechos, deberes, derechos-deber y libertades públicas. Conviene ser claro. Los derechos no son regalías del Estado sino conquistas de los ciudadanos. De olvidar o devaluar las obligaciones, los fueros acabarán convertidos en papel mojado.
  • Definitivamente no el mismo jugar al póquer con garbanzos que con el propio dinero. Cuando sobre el tapete verde hay plata particular, los faroles y temeridades encuentran serias reservas. A juzgar por la alegría, irresponsabilidad e indolencia con la que los políticos dilapidan el dinero del contribuyente, pareciere que juegan con garbanzos. Una destacada dirigente socialista, de cuyo nombre no quiero acordarme y en un alarde de inquietante sinceridad, llegó a afirmar que “el dinero público no es de nadie”. Máxima que encuentra acomodo en adeptos de todo color y condición que lo sisan, distraen y derrochan como si un hubiere un mañana. Pero hay un mañana y no excesivamente halagüeño, pues la monumental deuda pública generada por aquellos y éstos amenaza las oportunidades de las generaciones venideras. Se colige, por ende, que los máximos de endeudamiento de todas las administraciones públicas, así como las excepcionales dispensas a dichos lindes, han de ser tasadas en la Ley de Leyes. Comprendo que son cuestiones prosaicas pero es que nadie puede gastar permanentemente más de lo que ingresa. Ni siquiera el propio Estado.

No soy optimista. El parlamento español se ha convertido en un inhóspito lugar donde la falacia, el cinismo, la sobreactuación y la propia supervivencia marcan las agendas y los posicionamientos de las fuerzas políticas.  La propaganda ha desplazado a la información, la distracción a la verdad, la soberbia a la mansedumbre, los monólogos a la dialéctica constructiva, el escarnio al respeto, el prejuicio al juicio, el dogma a la razón, el circo al ágora, el bufón al procurador.  No marco líneas entre zurdos y diestros. Me disgustan las fronteras; también las de la razón. Me interesan las personas de buena voluntad y las ideas que funcionan o pueden funcionar. De lo uno y lo otro hay acá y allá.  Si en verdad queremos un futuro para nuestros hijos y nietos, deberíamos unirnos para reescribir una segunda transición. Es inaplazable que todos y todas son sintamos parte de un proyecto colectivo. Los partidos tienen una enorme responsabilidad pues, para esta vital tarea, habrían de elegir a hombres y mujeres dispuestas a adoptar medidas difíciles pero inaplazables; que acepten el desgaste inherente a la responsabilidad y buen criterio y que, en suma, entiendan la política como el decente y honroso arte de lo posible ¡Ah, lo olvidaba! Por mí como si, por himno, eligen a Paquito el Chocolatero  y, por bandera, la tricolor pues tal y como yo lo veo la patria es mucho más, infinitamente más que símbolos, pompas y liturgias.