Fue el mejor curso de todos los que recuerdo. Una combinación casi ideada por deidades benévolas de buenas calificaciones, joviales amistades con calado y raíz y una entrañable relación con todos los docentes. Fuera de la cronología de sucesos académicos, autobuses escolares y pintalabios robado, Michael Robinson ofrecía su programa en abierto y Ronaldinho hostigaba a mi equipo, con la compensación en una era de alquimistas balompédicos de los destellos juveniles de Kaká en el Milan y el juego de prefecto de college, depurado y bien ordenado, de Frank Lampard. Liga de Campeones entre excelentes excursiones (que mis amigos conseguían exotizar con bullente humor aunque visitáramos una deslucida estación meteorológica urbana), cumpleaños prohibidos a las abusonas con pizza lechosa, los primeros probadores de Stradivarius y Zara sin madres; el sempiterno chocolate a la taza con nata (suizo) o pretencioso té pakistaní, idea de una amiga, para los viernes invernales, y el batido de helado para los saharianos, pagados con la sentina del monedero.
Si no se viajaba con la familia en un puente, había sábado de cine, para corroborar después ante el Cuarto de Libra o el McPollo, más lustrosos que los actuales porque los procuraba nuestra ridícula y maravillosa asignación de hijo obediente, que Andy García seguía siendo atractivo a pesar de los cuarenta y tantos que para una adolescente suponían tabú, y que había debate de sobra para horas entre las chicas heterosexuales con el propósito de dejar fijo un actor elegido compendio de encantos viriles: ¿Brad Pitt, Jared Leto, Keanu Reeves, Christian Bale, Colin Farrell? No se molesten en buscar a Orlando Bloom, no me atrajo más allá de un par de descafeinadas semanas posteriores a su debut. ¡Conque quería derribar a Pitt de su, a mi parecer, inmerecido atril! Mis gustos siempre fluctuaron independientes a los de las albaceteñas, quizá habría tenido más conocidas con las que formar hinchada en Estados Unidos, donde Eric Bana en Troya ¡sí que era el hombre que todas necesitaban! Nadie puede quedarse con el narcisista Aquiles irguiéndose ante una ese prodigio de modélicos paternidad y bíceps, autor de desgarradas palabras sobre el amor conyugal bajo una barba de escultura helenística. Aunque más tarde me convenciera más el Bruce Wayne que una noche se exhibía con descerebradas modelos para alejarse del serio perfil de Batman y otra regalaba deliciosos momentos de devoción masculina y por tanto algo desmañada a la Rachel que lo quería desde la infancia. Que Bale combinara la chulería fingida de oligarca caprichoso con esas privadas llamaradas de decencia y tímido amor hacia la antigua amiga me convertía en un ente de galantina con tembleque frente al guapísimo Hombre Murciélago.
Una edad de puente y oscilación, sin carnet o pechos erguidos para entrar en locales nocturnos mugrientos llenos de Malibu y música de Don Omar pero con ganas de catar una botella de licor de plátano. El derecho a un Baileys frente a los padres mientras aún se preocupaban por la cantidad de cafeína que absorberían nuestros organismos en cada ronda de recién descubiertos cappuccinos de fantasía, fuel de las discusiones sobre teorías acerca de lo que se resolvería en Harry Potter y el misterio del príncipe, aún sin publicar. Más allá de Dumbledore y sus pupilos había tiempo para el sexo, claro, aunque no fuéramos (ahora doy las gracias) precoces al entregarnos a esos mediocres experimentos con los porreros de la clase y nos conformáramos con besos más especiados con vergüenza y nerviosismo que lascivia. Yo siempre quise esperar a que la edad y el cultivo del temple del hombre mejorara aquellos ejercicios como hacía mejorar vinos y coñacs, no fuera a ser que el cine de aventuras y carnalidad medieval mintiera y quedarse a solas con un macarra en la parcela de sus padres y una caja de Durex no se pareciera en gran medida a ese sublime encuentro entre helechos de Braveheart. Por algo Lizzy no se había acostado con el señor Darcy ¡y era el señor Darcy!, y de ella siempre tendría que fiarme.
Los 14 y 15 años tenían como objetivo vital vivir en Madrid, a falta de París o Venecia, y el futuro no me lo brindó jamás. Estoy convencida de que el valor que implica hacerse mayor entre avenidas abarrotadas y tráfico asesino me habría cincelado para mejor. Ya me las habría apañado para conocer a mi marido en 2014 en el año de su máster, aunque es peligroso confiar en los pasados alternativos; quizá hubiera aparecido con el corazón ocupado ante mi ausencia en la Murcia anterior y yo ahora, falta de santos en construcción que me soportaran, viviría con las Clarisas cociendo mermeladas de restaurante arrogante para estimular la economía conventual. Es mejor aceptar con agradecimiento bovino lo que se tuvo, porque nadie podrá arrebatarme el año con el que empezó y termina la columna, un año de desiguales estados de ánimo, sed de primeras caricias de manos con inevitable olor a tabaco barato, tortitas con sirope, euros enrobinados, incursiones en la librería Herso, una visita delirante a Campo de Criptana, pijamas que pretendían ser sexys pero que aún llevaban estampados a Los Aristogatos y, en definitiva, intento de vida adulta con una exigua talla de sujetador y sin dinero ni permiso para depilarse las cejas como una bellísima veinteañera, normalmente parecida a Keira Knightley con un toque de Emmy Rossum.