Solo hay luz en la noche, por José Antonio Vergara Parra

Sólo en la noche hay luz

Nuestra vida es como el enésimo repaso de una asignatura. Cuanto más te adentras en el tema que creías aprendido, mayor es la consciencia sobre pretéritas ignorancias. Supongo que no todos envejecemos igual pero en lo que a mí respecta, el calendario ha avanzado a la par que mis dudas, se ha llevado consigo viejas certidumbres y, sobre todo, se han apuntalado convicciones que siempre intuí aunque raramente encaré.

Nunca me sentí cómodo en este mundo y creo saber  por qué. Detesto las urgencias para aquello que puede esperar. Aborrezco la cultura del triunfo mal entendido en el que los codazos y traiciones por viajar a ninguna parte en realidad, lastiman a quienes suben o bajan. Discrepo del supuesto progreso que conquista un universo deshabitado mientras ignora la tierra cercana donde millones de seres humanos mueren de hambre y sed. Me entristece la coexistencia de la más grotesca frivolidad con la trascendencia olvidada. Me duele el desuso de valores como la honradez, la decencia o el valor de la palabra dada. Principios de vigencia eterna y universal, engullidos por el perverso reinado de un determinismo meramente materialista.

Los perros de la guerra campan a sus anchas. Odios alimentados por la factoría de la muerte que, con la debida regularidad, necesita orear sus existencias. Corderos llevados al matadero por cuitas y dividendos de quienes jamás arrastran sus botas y almas en el fango. Medalleros y entorchados que, en tiempos de guerra, suceden a  brutales hemorragias en la que toda la sangre, amiga o enemiga, es roja. Roja e igualmente sacrificada. No faltan los errores de cálculo en las que las muertes de hombres, mujeres y niños sin uniforme, engrosan estadísticas previa y miserablemente asumidas. “Daños colaterales”, lo llaman, a las muertes de los otros, de los que viven muy lejos, de nombres y patronímicos desconocidos. Porque de ser los propios los caídos, no recurriríamos al citado eufemismo y sí a su definición correcta: “asesinatos execrables”. Hay quienes libran guerras por su cuenta en nombre de deidades y enajenaciones varias. En estos casos no hay daños colaterales sino víctimas aleatorias. La dialéctica de la violencia es tan poliédrica como canalla, y suele servirse de la propaganda y de la subversión de determinados recursos literarios.  

Más allá de la legítima defensa, individual o colectiva, no hay razones para la sinrazón. Juraría que si quienes rubrican las guerras en sótanos o acrópolis, tuviesen que exponer sus pechos a la metralla y las balas, habría muy pocas guerras.

Un mundo de binomios decrépitos que, antes que una sonrisa, insuflan amargura. Influencers e idiotecers, ateneos y doctrinarios, dogmas y prejuicios, cultura y elitismo, principios y capitulaciones, memoria y rencor, bonhomía y angustia……

Poco o nada se aprende en los ascensos. Es probable que el ocaso carezca de endorfinas pero, de estar atentos a su magisterio, suele indicar el camino correcto. No estoy haciendo una apología del fracaso pero sí de su utilidad para el verdadero éxito, no siempre reconocido por esta sociedad insustancial. Ni falta que hace pues la verdadera plenitud es tan íntima y callada como  huérfana de ambones y tribunas.

No permitamos que el ruido quiebre nuestra paz. Usemos nuestros dones, grandes o chicos, en beneficio de quienes nos rodean. Comprendamos antes que juzgar. Resistamos la mirada del espejo que, bien visto, refleja la propia miseria. Jamás permanezcamos indiferentes ante el dolor y sufrimiento de nuestros semejantes. Miremos menos a las alturas y más a ras del suelo, donde demasiados crucificados, harapientos y derrotados, pasan inadvertidos ante nuestra premeditada ceguera. Cuando la familia y amigos colmen nuestras aspiraciones, acordémonos de quienes, sin pretenderlo, están y se sienten solos.

Recordemos a los que marcharon pues vaciaron sus vidas para llenar las nuestras. Ejemplo y testimonios  que han de ser emulados y transmitidos a las generaciones venideras. La sociedad cambia pero no las verdades inmutables que, en modo alguno, deben ser pasto del olvido. Testimonios de vida silenciados en legados y dotes pero que, a decir verdad, constituyen el más preciado tesoro para nuestras respectivas vidas.

Mientras seamos útiles, sentiremos la fuerza de la vida. Utilidades tan esenciales como diferentes somos cada uno de nosotros. Pero frutos, al fin y al cabo, que alimentan cosechas y barbechos.

En el crisol de la cruz y la quietud de la noche, donde sólo las estrellas andan encendidas, todo adquiere su verdadera dimensión y las prioridades se ordenan con pasmosa lucidez. Soplos de paz tras los que mi rostro acostumbra a esbozar una mordaz sonrisa. Derivas o conquistas que, en este justo instante, se me antojan triviales. Y lo peor, créanme, es que esta revelación se olvida con maldita frecuencia.