¡Por Dios Bendito!, por José Antonio Vergara Parra

¡Por Dios bendito!

Admiro, o tal vez envidie, a las personas de acción que, en medio de este mundo desquiciado, despiertan nuestra fe en el semejante. Hablo de hombres y mujeres que, con su pericia y bonhomía, taponan (o lo intentan) las heridas por las que se desangra la eufemísticamente autoproclamada civilización. Guerras, hambrunas, enfermedades terribles, muertes a destiempo, drogas, soledad y desafectos.

El azar y la maldad, por razones que ignoramos, se relevan y revelan frente a la felicidad del hombre. No soy persona de acción; acaso de observación lo que es muy poca cosa. Lo sé. La actuación es provechosa para el semejante y terapéutica para el actor. Sin embargo,  la mera contemplación del dolor  provoca una mezcla de impotencia y temor que se retroalimenta a medida que se nos muestran las aflicciones de este mundo.

Europa está consternada por el acuchillamiento de dos adultos y cuatro niños de muy corta edad que, ajenos a la guadaña que acechaba, jugaban en un parque de la ciudad francesa de Annecy. Dicen que ha sido la locura de un hombre perturbado la que guió el puñal, pero no es cierto. La locura es definitivamente cuerda e inofensiva. Es el diablo el que permite o propicia estas maldades; todas las maldades en realidad. Esta sociedad nuestra que madruga y trasnocha al dictado de feroces y desalmadas partituras escritas por otros, se cree juiciosa. Y llama locas a almas aladas o  prensadas por angustias inmisericordes.  Dejemos en paz a los locos porque de ellos es el reino de los cielos.

Hablamos de otra cosa. Del diablo con todas sus caras y aristas. De la indiferencia del hombre bueno que, a la postre, engorda al mal con su quietud. Sabemos que el diablo no descansa jamás pero, ¿qué hace Dios mientras tanto? ¿Dónde estuvo cuando el hombre se convirtió en un perro de la guerra? ¿Qué hacía cuando el hombre exterminaba a sus semejantes por motivaciones religiosas y raciales? ¿Dónde estaba Dios cuando el hombre le dio la espalda y comenzó a venerar a El Dorado? ¿Por qué y para qué suceden catástrofes y  hambrunas? ¿Por qué las olas que nos balancean y refrescan en el estío son las que, en otros instantes, engullen y escupen cuerpos inertes que huyen de la desesperación y la tiranía? ¿Dónde estaba Dios cuando el Holocausto nazi, la exterminación de los cristianos o las hambrunas programadas de los regímenes comunistas? ¿Y dónde estaba Dios cuando Lucifer acuchilló a cuatro ángeles de entre veintidós meses y tres años?

Por más que el silencio y el eco me golpeen una y otra vez, por más que el hombre se afane en la búsqueda de respuestas,  precisamente por querer creer en ÉL, tengo derecho a preguntar, a dudar, a gritar con lamentos sordos y lágrimas de piedra que, por su terquedad, andan esculpidas en mi alma.  No entiendo el sentido de tanto dolor y sufrimiento, azaroso o intencionado pero cierto e indiscriminado. No comprendo por qué Jesús comparte el peso de la Cruz con hombros inocentes y pequeños. ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Para qué y por qué tanto sufrimiento? ¿Por qué tanto inmovilismo divino? ¿Por qué no actúa y por qué no coloca a sus ángeles al mando de las naciones? ¿Tan grave fue lo del fruto prohibido como para imponer semejante penitencia a todos los que, sin ser preguntados, sucedimos a Adán? ¿Por qué maldita razón este mundo no puede ser un lugar apacible, donde el amor y la abundancia de lo necesario a todos alcancen?

Los medios de comunicación y las redes sociales han empequeñecido la Tierra pero revelado el desconsuelo en toda su magnitud. No hay conflictos, matanzas ni penurias que esquiven las crónicas. Cada día, cada hora, cada instante, el relato del mal y la desdicha se cuela en nuestros hogares, horadando nuestra inocencia y maniatando la esperanza en el ser humano. En otro tiempo no necesariamente mejor, cuando el mundo era tan infinito como ausente la información, una especie de ignorancia compartida facilitaba las cosas. La vida era difícil pero, acabadas las bregas y faenas, nuestros antepasados se entregaban a la conversación amigable y al descanso conquistado.

Pienso, de todos modos, que no podemos dar la espalda al dolor. Tampoco hemos de disculparnos por nuestros momentos de felicidad. Pero sí hemos de ser agradecidos y conscientes de las regalías con las que la vida nos bendice. La percepción consciente del sufrimiento ajeno duele lo suyo, y lo nuestro, pero concede lucidez. Lucidez para comprender que la mayor parte de nuestras ocupaciones y preocupaciones son triviales y mezquinas. En tales instantes de clarividencia, el mundo muestra su verdadera cara. Una cara nada buena, como si a demasiados días les faltasen sus reparadores sueños. La faz de una hoguera de vanidades y vaciedades que tornan en grotesca nuestra existencia.

Les dije que no fui llamado a la acción y sólo se me ocurre un camino. La senda de la única reflexión que reconozco como definitivamente transformadora: la oración. En el silencio del sagrario o bajo de la sombra de aquel pino inmortal es posible hallar respuestas; o paz, al menos.  Quizás debamos conceder un respiro a la búsqueda de explicaciones en un mundo que nos rebasa y encoge. Tal vez debamos esforzarnos por ser más humanos y cercanos. Tal vez debamos implorar fortaleza y candela para que nuestro efímero paso por esta vida sea lo más digno posible. Tal vez, sólo tal vez, debamos rezar por nuestros guías y gobernantes, de cuyo testimonio y decisiones penden las vidas de millones de seres humanos. Tal vez debamos aparcar la razón, áspera e insuficiente, para abrazar una Fe maravillosamente descabellada y esperanzadora. Tal vez debamos perder el miedo a la vida antes que a la muerte.