Neocapullos, por Pep Marín

Neocapullos

La señora que me está atendiendo en esta covacha inmunda parece una experta en geopolítica global y economía mundial. Me está hablando, pero yo estoy en una doble operación de oyente y rumiante. Rumio: “Por los estigmas de Cristo. A que salgo corriendo y me tiro por la terraza y a tomar mucho por culo todo”. Rumio: “Ahora entiendo a Caín. Por favor Diosito, échame una mano”.

Me dice que las intenciones y las ideas sin ejecutar de los grandes magnates de negocios vitales para la humanidad, como la comida, hacen subir los precios de muchos productos, aunque no haya sucedido todavía nada real. El pánico es muy contagioso (y se ríe como se ríen las brujas malas de las películas). Una mosca verde en el teclado de un ordenador de una sede de una sociedad mercantil de operaciones inversoras globales puede que lleve inexorablemente a una subida de precios en las latas de atún. Una simple mosca verde. El supervisor entra en pánico, no hay lógica. Pulsa un botón. Ese botón enciende una luz roja en otra oficina de otro lugar del mundo. Ya van 50 céntimos de subida del precio de maíz, todo por una mosca verde. Ni que decir tiene, me dice, que se habla mucho de inflación, pero muy poco de los márgenes de beneficio empresarial, y ojito con esto, que de tanto crecimiento lo mismo tenemos que ir descalzos y descalzas porque es imposible fabricar calzado para pies tan grandes.

Los bulos en la economía “neocapullos” no nacen por una reacción espontánea natural; detrás de ellos opera toda una estrategia de egoísmo puro, sin pulir, sin cortar; y más si la persona encargada de meterle presión al mercado ha sufrido una dura derrota en su partido de tenis matinal; un río que está contaminado, por ejemplo, pero no está contaminado ni leches frescas, dicen que está contaminado. Se filtra a la prensa, y la prensa dice que el río está contaminado a su paso por una zona donde viven felices los pocos árboles de la quina que quedan en el mundo. Inmediatamente la bebida refrescante tónica te cuesta un euro más.

Pero, Javier, le digo al chico de la cafetería con el que ya tengo cierta confianza, ¿un euro de subida de ayer a hoy? Me dice: Quinina, no hay suficiente quinina en el mundo.

¿Y el paludismo?

Cinco meses después, científicos desmienten que el río esté contaminado. Pero el bulo ya ha hecho su trabajo. La bebida refrescante tónica baja de precio, pero se va a quedar por encima del precio que tenía antes del bulo.

A lo tonto, tonto, he inventado la rueda. Me cago en mi puta vida.

Hay importantísimas empresas que compran y venden un producto que ni siquiera tienen. Es una especie de mercado virtual donde no se ve por ningún lado un saco de patatas, por ejemplo, o un coche. Sin embargo, un simple cambio en los tipos de interés multiplica las ganancias de estas empresas. A mayores ganancias se quema con nitrato de plata la mano de Adam Smith, y se despide a un montón de trabajadores. Pero los despidos ya no son virtuales, como los mercados, puede que la forma sí, a través de un email, que queda muy bonito; el despido es real.

Verás también a muchas personas de traje y corbata, aplaudiendo con cascos de obra sobre sus cabezas, cascos blancos, poniendo una primera piedra para un edificio que no se sabe si va a servir para dar trabajo o para pura y autentica contaminación paisajística, y comisiones, ya se sabe, aprovechable, a la postre, para fumar base en días de lluvia ácida.

Y tú, para no pasarte del presupuesto de andar por casa, los calzoncillos con agujero siguen vigentes, hasta próximo aviso.

La señora gesticula mucho, explica las cosas de una forma muy teatral, huele a pebre. Finalmente me dice que el precio de alquiler del trastero reconvertido en habitación para gnomos es de 420 euros, agua incluida, pero no luz. Ni 15 metros cuadrados, eso sí, todo muy a la mano. Mira, ¿ves este aparato?, me dice, es un demonio. Se come los kilovatios como si tuviera un estómago infinito. Mejor manta y vaho. Tienes televisión, pequeñita, eso sí.

El precio de alquiler, of course, sin que medie un papel de por medio, como aquellos pactos verbales sellados con un apretón de manos que iban a misa, supone más del 50% del líquido a percibir de mi nómina. ¿Cédula de habitabilidad? ¿Cómo? Espérame sentado. Mi amigo Abdul ni tiene papeles. Trabaja como el color de su piel, en negro, y no siempre. Pero Abdul, como yo mismo, precisamos de una vivienda, no ya de una vivienda en el sentido de dos habitaciones, salón, cuarto de baño y cocina, ya que eso es un sueño inalcanzable. Precisamos de un lugar para poder vivir y descansar de manera digna sin que parezca que estamos todo el tiempo en la Sierra Morena inmobiliaria: ahorrar y mandar dinero a nuestras familias; dinero para algo tan raro como que mis hijos coman, vistan, compren libretas y lapiceros.

Lo que me resulta fascinante, en relación a cuestiones psicológicas, es que la mujer que me atiende, y que está tan puesta en temas económicos globales, tiene la convicción de que el precio del alquiler de esta pocilga está bien, está acorde con… Y se agarra al argumento de espacios peores. Hacinados. Durmiendo caras con culos, sin ventilación y por 500 euros el espacio. Y más, 300 euros, dos metros cuadrados sin nada, ni cama ni colchón. Yo te ofrezco cama, televisión, ducha, váter y una pequeña cocina de ruedas.

Y ventilación, si abres la puerta del trastero.

Como éste, me dice, tengo cinco más de parecido tamaño y nadie se ha echado las manos a la cabeza.

El emocionario se queda corto para poder expresar el cúmulo de sensaciones que me produce el hecho de estar en un trastero y que me quieran soplar 420 euros al mes más luz. Estoy flotando, con los pelos, de punta en una nave espacial, mirándome a todos los espejos. Estoy serio y triste, rabioso, alocado, descreído. Estoy de todo menos bien. No me siento ni humano; quizá un váter con restos orgánicos es lo que más se parece a mi persona en estos momentos.

Cuando vuelvo a la furgo me da un bocado la ordenanza municipal. No es broma. De la lectura de la misma, a manos de un policía local, salen unos dientes de cocodrillo que van a parar justo a mi entrepierna. Me echan del estacionamiento porque duermo ahí, o algo parecido. Sigo buscando espejos para ver si estoy unido. Me palpo. Pregunto en el bar si creen que tengo aspecto de ser humano. Me miran raro.

En el bar; un cortado. En la televisión (todavía no estoy bien y no distingo las letras, perdonen) creo que el programa se llama Espacios increíbles, en La 2.

Suena el celular. Llamada de mi mujer, Graciela.

Todo está bien, le digo.

Regrésese, me dice.