Pongamos por caso
Imaginemos por un momento -da pavor- que, por cuestiones hereditarias esenciales a la monarquía, en lugar de jurar la Constitución el martes pasado Leonor lo hubiera hecho Froilán. No se rían, que Marichalar ocupa el cuarto lugar en la línea sucesoria al trono de España (y podría ocupar el primero si la Constitución no diera prevalencia al hombre sobre la mujer). Pongamos por caso que, como decía, en lugar de aspirar a ser reina una chica aparentemente sensata e inteligente, cuyos referentes son, según se cuenta, su madre y su abuela materna, liberales, feministas y más cercanas a los ideales republicanos que a los monárquicos, lo fuera su primo, un chaval, digamos, algo inmaduro y fanfarrón. ¿De qué estaríamos hablando ahora mismo?
Desde 2015 no hay encuestas oficiales sobre la corona. Se cortaron de raíz después de que se conocieran los desmanes y corruptelas del rey emérito, y no eran entonces muy halagüeñas. Es posible que hayan mejorado desde entonces. En cualquier caso, parece que el entusiasmo monárquico va por barrios. Y que entre los jóvenes no es desbordante. “Confíen en mí”, pidió Leonor. Damos gracias de que no nos lo pidiera Froilán.
Última llamada
Es justo que el aeropuerto de Alicante lleve el nombre de Miguel Hernández. Una denominación que honra al poeta y su legado, y proyecta internacionalmente, si cabe más, su figura. Me pregunto, sin embargo, mientras espero la salida de un vuelo, y contemplo su rostro que me interpela desde un mural, cómo se hubiera tomado él este agasajo. Cómo se sentiría en medio de esta confusión, de esta “Babel de las babeles”, entre estos “difíciles barrancos de escaleras”, y “calladas cataratas de ascensores”; él que era alto de mirar las palmeras y rudo de convivir con las montañas, y se vio bajo y blando en las aceras de la capital. Coincide este rencuentro con el poeta oriolano, con la aparición de las que probablemente sean las únicas imágenes en movimiento que vayamos a tener de él. Están rodadas en 1937, en Valencia, en el ‘II Congreso de Escritores Antifascistas en Defensa de la Cultura’. Miguel tiene 26 años, está sentado en las escaleras de un abarrotado hemiciclo, la mano apoyada en la barbilla, escuchando atentamente.
Suena en los altavoces de la terminal una última llamada para un lugar lejano. Llamo desesperadamente a Miguel para decirle que se suba a ese avión. Que lo va a salvar de la barbarie. Pero en la distancia no me oye.
La utopía compartida
A Joaquín Sánchez y a Fernando Bermúdez, ambos sacerdotes, los conocemos por sus obras. Por sus buenas obras. Por su inquebrantable defensa de los más desfavorecidos. Cuando no en las prisiones, en los desahucios; cuando no en los campos de refugiados, en las tierras más empobrecidas de América Latina. También sabemos de ellos por lo que escriben. De hecho, Joaquín y yo somos vecinos de página en el diario La Opinión de Murcia. Ambos acaban de publicar un libro, La utopía compartida, en forma de intercambio epistolar, para seguir, como aquel que dice, removiendo conciencias. El pasado miércoles lo presentaron en Cieza, en el Club Atalaya-Ateneo de la Villa, y tuve el honor de acompañarlos. Bajo este hermoso título, Joaquín y Fernando nos hablan de utopías, de las buenas. En sus cartas se interpelan, nos interpelan con preguntas existenciales, económicas, políticas, sociales, porque a pesar de creer en el Reino de los Cielos -o precisamente por ello, en su caso-, nada de lo humano les es ajeno. De ahí que clamen con profunda convicción por “la justicia, la paz, la libertad, la fraternidad, la sororidad, el perdón o la reconciliación”, que son posibles, nos dicen, en “esta humanidad sepultada por las guerras, la injusticia, la desigualdad, el racismo y la avaricia.
¿Un libro de reflexión, de pensamiento? Sin duda. Pero no un tratado de especulación metafísica. Ambos son sacerdotes, sí, pero más de calle y de gente que sufre que de púlpito. Utopía compartida, pues.