La tormenta perfecta, por José Antonio Vergara Parra

La tormenta perfecta

Mi pasión por la política camina junto a la estupefacción. La sigo muy de cerca porque me incumbe y afecta. Cuando se desgobierna a salto de mata, sin otra meta que la de entronizarse tras los próximos comicios, al menosprecio del ahora habremos de sumar el olvido del mañana. La política, como casi todo, se ha vuelto urgente, cortoplacista y superficial.

No entiendo nada. De veras. Me esfuerzo por comprender la naturaleza y motivaciones últimas de determinados hechos, pronunciamientos y silencios. Igual se me escapa algo. Será así pero, mientras la luz me sea esquiva, necesito desahogo aunque, como el eco, rebote en las paredes del desfiladero para regresar redoblado.

Veamos.

Feijóo, cuya capacidad e inteligencia le presumo, anda llorando por las esquinas, suplicando y mendigando apoyos imposibles unos, incomprensibles otros. Sí. Lo sé. Fue la lista más votada. ¿Y? Acá, para nuestro infortunio, no hay segunda vuelta que valga sino que reina la aritmética de las mayorías. Señor Feijóo, con el pesoe de Rubalcaba (que en paz descanse) se podía hablar; con el de Sánchez, no. ¿Qué parte del no no ha entendido?  ¿No se lo ha explicado ningún asesor de cabecera? De no ser así, despídalos y rodéese de quienes le digan la verdad, aunque duela.  Los nacionalistas vascos y catalanes no hablan; chantajean y se chulean porque ellos lo valen. Porque este Estado pusilánime y acomplejado ha regalado un poder desmedido a cuatro gatos mal contados. Jorge Pujol contribuyó a la gobernabilidad del país mientras, envuelto en la señera, se llevó lo suyo; y lo ajeno. Le dejaron hacer y trincar cuanto le fue posible; para sí y su prole que fue considerable. Mas aquel hombrecillo que parlaba con los ojos cerrados no sólo amasó plata a mansalva, que también, sino que compiló secretos que comprometen egregias bolsas testiculares; lo que explica su impunidad.

Estos de ahora, señor Feijóo, no saben hablar con los ojos cerrados y llevan lustros administrando la penuria que sólo el tripartito y la conchabanza nacionalista son capaces de generar. Necesitan esteladas, tensión y todos los señuelos que les sean posibles para distraer la atención. Les va el bolsillo en ello. Bienviven de la desolación que dejan a su paso. Cataluña, otrora paradigma de la prosperidad económica y de la modernidad, languidece lenta pero inexorablemente por amor a su propia ceguera y soberbia.

Vascongadas es otra cosa; oiga. Gestionan mejor porque el peneuve, además de nacionalista, es de derechas y cree en Dios y éstas, señor Feijóo, son dos ventajas considerables. Son muy suyos. Siempre lo han sido. A mí me ocurre otro tanto. Mi tatarabuelo paterno, por razones que se llevó a la tumba, bajó de aquellos montes vizcaínos a tierras de Mula, consumándose la bendita miscelánea étnica que corre por mis venas. Me dejó el patronímico y muchas dudas. Porque amo aquel lugar de una forma atávica, casi incomprensible y, aun lejano y pocas veces frecuentado, lo siento como mío. Tal vez por eso me duela más que el pueblo vasco, noble y bravío como pocos, haya sucumbido a una dialéctica infectada en origen.  ¿A quién, en su sano juicio, se le ocurre compadrear con las regurgitaciones de Sabino Arana para ignorar, al mismo tiempo, a Unamuno o Pío Baroja? Mal asunto anteponer las vísceras a la razón.

Galicia, aunque con menor empuje, también tiene sus nacionalistas. Mira por donde, a punto de acabar este artículo, me topo con un video extremada y tristemente revelador en el que el señor Feijóo dice esto:

“La identidad no es un antojo. Galicia y Cataluña, Cataluña y Galicia, somos pueblos diferentes al resto. Tenemos una serie de hechos que nos hacen ser pueblos muy, muy concretos, muy determinados, muy perfilados. Y probablemente, si hay pueblos que se puedan entender, esos somos los gallegos, los catalanes y los vascos. Entre nosotros nos entendemos mucho mejor probablemente que entre otros pueblos. El catalanismo y el gallegismo son muy útiles y, desde luego, el gallegismo sigue siendo muy útil para Galicia”.

A juzgar por sus palabras, juraría que fue entrevistado por algún medio catalán, siendo Feijóo presidente de la Xunta de Galicia.

A ver, señor Feijóo. Los reinos de Navarra, Aragón y León, verbigracia, ¿le dicen algo? ¿El navarrismo, el aragonismo y el leonismo son incapaces de entenderse entre sí?  El Reino de Castilla, el de Murcia, el de Valencia o Al-Álandulus, ¿acaso fueron el susurro imaginado de una noche de verano? ¿Fueron pueblos perfilados y determinados o acaso difuminados y abstractos?

Descuide que gustosamente le contesto. Fueron (y son) grandes y anchurosos pueblos, como lo son el catalán, el vasco y el gallego. Tan grandes y anchurosos como para que en ellos cohabiten en sana vecindad el amor a lo cercano e inmediato y el amor a España. Definitivamente grandes y anchurosos porque ni jerarquizan ni contraponen sus amores. Tienen el corazón partío, mas no de odio sino de amor a las patrias chica y grande. Aprenda del socialista Paco Vázquez que señorea su gallegismo y españolismo con admirable y bizarra convicción. Si usted no cree en la patria común, ni en la prevalencia de los ciudadanos sobre el territorio; si ha decidido ignorar la Historia de los pueblos de España para sucumbir a la propaganda nacionalista, si subrepticiamente defiende el trato desigual a iguales realidades, hágase a un lado, reencuéntrese con su gallegismo y deje paso a quien esté decididamente dispuesto a servir a España en tan trascendentales momentos. Lamento interpelarle de esta manera pero Abascal tiene claras las ideas y de sediciosos, prófugos, rufianes, oteguis, yolandas y pedros nada espero salvo que, más pronto que tanto, la diosa Atenea recupere la cordura y los mande a templar gaitas.

Por el camino que lleva esto no atisbo fonda sin derecho de admisión. Siempre me he preguntado por qué lloramos al nacer. Será porque venimos de la paz absoluta e intuimos lo que nos aguarda. Guerras, hambrunas, desastres naturales, tiranías, esclavitud, comercio y trata de personas, violencia, drogas, agresiones sexuales y un sinfín de calamidades azarosas o voluntariosas que invitan al pesimismo.

Supongo que, a fuerza de serlo, siento gratitud por ser murciano y español. Pero nada más. Sin estridencias ni sobreactuaciones. Y, por descontado, por más que miro en el espejo no veo magnificencia ni supremacía algunas en tan casuales gentilicios. No llego a comprender por qué el hombre se afana por marcas distancias y alturas respecto a sus semejantes. Poco importan las razones. El dinero, la cuna, la posición social o cultural, la pigmentación de la piel, el color del cabello o de los ojos o el lugar de nacimiento nos hacen diversos en la igualdad radical del hombre ¿Por qué esa compulsión del hombre a romper, dividir o fragmentar lo que unido dispensa mayor bienestar y paz al individuo?

Dios no nos hizo a su imagen y semejanza pues, de admitir este axioma, el Altísimo saldría muy mal parado. Ni siquiera concedió el libre albedrío a todos por igual. Me gusta pensar que, al menos,  nos dejó parte de su consciencia para, cuan imponente faro, nos guiara a puerto seguro.

Más allá de entelequias tan terrenales como conceptuales no por todos aceptadas, lo que en verdad me indigna y apena casi a la par es esa grotesca obsesión del hombre por creerse mejor que sus semejantes. Los nacionalismos no dejan de ser la expresión colectiva de esta patología. Me refiero, claro está, a los nacionalismos sustentados en argumentos racistas, supremacistas e insolidarios. Hablo de aquellos nacionalismos en los que el odio al otro ahoga al amor por lo propio. Allá ellos pues, al final, acabarán cocidos en su propio jugo.

No sé por qué mi tatarabuelo vino a parar a la preciosa villa de Mula. Sus razones tendría. Lo que sí sé es que en el camposanto muleño reposa un alma como tantas otras. Ni más ni menos.