Están a salvo, por Alba Villalba Marín

Están a salvo

Alba Villalba Marín (IES Diego Tortosa)- Tercer premio en la Categoría 2 (de 4º de ESO a 2º de Bachillerato) del ‘I Concurso de Relato Corto Tino Mulas’

Era 2 de agosto, el sol abrasador parecía iluminar todos y cada uno de los rincones del
pueblo, todos menos mi casa, lugar donde se estaba velando a mis difuntos padres dos
días después de un trágico accidente automovilístico. Mientras todos se quejaban del calor
de aquel día, para mí fue, sin duda, el más frío del año.

Los habitantes de Perla, mi pueblo, iban entrando al que hasta entonces había sido mi
hogar. En sus miradas percibía tristeza, lástima, compasión… Una mezcla de sentimientos
causantes de numerosas lágrimas, que caían firmes sobre el parqué del salón, así como mi
destino cayó sobre mí para marcar mi vida dos días antes. El ser hija única hacía más difícil
la situación, sentía que me había quedado sola. De repente, Pascual, íntimo amigo de mi
padre, se me acercó y poniendo cuidadosamente su mano sobre mi hombro me dijo:

—Lo siento cielo, se han ido a un lugar mejor.

No podía creer que mis modelos a seguir hubieran ascendido a ese más allá del que todo el
mundo habla. No obstante, nunca he sido de esos creyentes compulsivos que eligen creer
en el cielo o en el paraíso, donde ya el alma vive eternamente. Desde temprana edad me ha
parecido simplemente una manera absurda de autoengañarnos, de ponernos a nosotros
mismos ese tupido velo en los ojos, autoconvenciéndonos de que no todo acaba aquí, un
consuelo para nada sólido, agarrándonos a algo endeble. En definitiva, una vía de escape al
miedo a morir tan común en nuestra sociedad. Esto era algo que me ponía todavía más triste, el pensar que mis padres ya solo vivirían en los recuerdos de los que un día compartimos vida con ellos. Así que, fingí una leve sonrisa a modo de respuesta para este y emprendí mi camino al aseo, la única habitación de la casa que me permitía derrumbarme con libertad y sin miles de ojos clavados en mi persona, pensando en la mala suerte que había tenido.

Era ya de noche, prácticamente todos se habían marchado, yo, a mis 18 años de edad y
siendo una chica bastante independiente, quería quedarme a dormir en mi casa, nunca
mejor dicho, ya que ahora pasaría a ser mía, o al menos eso pensaba, no sabía muy bien
cómo iban esas cosas… Sin embargo, Ángeles, mi abuela, estaba realmente insistente en
que pasara la noche con ella y sin tener fuerzas y sintiendo que mi vida se había apagado
por completo, no puse resistencia y accedí.

Ya de madrugada no conseguía quedarme durmiendo, mi cabeza no se hacía a la idea de lo
que había ocurrido, tal vez fuera por los numerosos impedimentos que mi abuela me había
puesto para ver los cuerpos sin vida de mis progenitores, tantos que incluso desembocaron
en prohibición, esta se justificaba afirmando que ser partícipe de esa dura imagen a tan
temprana edad me originaría un trauma. Yo, por otro lado, consideraba que aunque
padeciera el dolor de ese difícil momento, era lo que necesitaba para de una manera u otra
poder despedirme de lo único que tenía.

A la mañana siguiente el sonido del teléfono de Ángeles me provocó un pequeño
sobresalto, culpable de que entreabriera mis ojos y me resultara imposible volver a conciliar
el sueño, por tanto, clavé mi mirada en el techo y dejé mi mente en blanco, intentando
anular cualquier tipo de sentimiento, procurando entrar en una especie de trance que me
permitiera evadirme del profundo dolor que sentía cuando recordaba la tragedia. Tan poco
duró esta metafórica escapada, como Bigotes, mi mascota, entró a brindarme apoyo a su
manera, retozándose a mi lado. Tras irrumpir en la habitación con ese noble propósito, dejó
la puerta entreabierta, lo que me permitió escuchar una frase de boca de mi abuela que me
dejó patidifusa:

— Sí, está conmigo, tranquilo, no lo sabrá…

Esas palabras provocaron que mi boca se abriera de par en par, ¿con quién podría estar
hablando? Lo que estaba claro es que fuera con quien fuera, se refería a mí. ¿Acaso había
algo sobre la muerte de mis padres que me había estado ocultando? De pronto, mi mente
empezó a fabricar miles de teorías, las que a mi parecer encajaban perfectamente las unas
con las otras. Tal vez mis padres no murieron en un accidente, tal vez ese fatídico choque
había sido provocado, lo cual significaría que había sido un asesinato. Pero… ¿y si ni
siquiera fue en el coche?, ¿y si fuera algo todavía peor?, ¿un disparo?…Tendría sentido
entonces que mi abuela no me hubiera permitido entrar a verlos. Una lluvia de cuestiones
se apoderó de mí y empecé a notar como mi respiración se aceleraba y mis ojos cada vez
eran más pesados.

—¡Dios mío, María!, ¡Gracias a Dios!— exclamó mi abuela, al percatarse de que abría
los ojos.

Me había desmayado, mi ansiedad se había apoderado de mí. Miré a mi alrededor,
estaba en el hospital, mi abuela sostenía mi mano con los ojos encharcados en lágrimas,
me dolía verla así, acababa de perder a su hijo y a su nuera, y su nieta le acababa de dar
un susto de muerte, lo que hizo que la culpa se manifestara en mí con una aguda presión
que decidió instalarse en mi pecho. No me salían las palabras, simplemente le besé la
mano y permanecí en silencio. Enseguida me dieron el alta, había sido un pequeño ataque
de nervios mal gestionado, nada importante.
Al llegar de nuevo a casa encendí la luz y entré en la habitación de invitados, en busca de
algún medicamento que me aliviara el dolor de cabeza que llevaba acarreando horas a
causa de la dificultad que atravesaba a la hora de dormir. La madre de mi padre siempre
guardaba las medicinas aquí, ya que no era demasiado partidaria de tenerlas a simple vista.
Abrí el cajón y encontré un papel doblado al fondo de este, parecía tratarse de un intento de
escondite, algo que despertó mi curiosidad y me hizo desdoblarlo y comenzar a leer. Mis
ojos no podían creer lo que estaban viendo, se trataba de una carta que decía:

“Querida Ángeles, ya he firmado el certificado de defunción que me pediste, por favor, que
quede entre nosotros, falsificar este tipo de documentos supondría el fin de mi profesión.

Atentamente.Doctor Gutiérrez.”

En el momento en el que acabé de leer la misma, experimenté un cúmulo de emociones
imposible de describir. Al instante, me llegó un email de un correo desconocido:

“Has tardado en darte cuenta, los ataúdes que velaste en casa estaban vacíos. ¿ Entiendes ya por qué tu querida anciana no te autorizó a ver los cuerpos?”.

Me apresuré a mirar por la ventana, no había nadie, la puerta estaba cerrada, ¿quién me estaba espiando? El sonido de la puerta a mis espaldas y la aparición de una sombra detrás de mi persona me produjo tal escalofrío que me giré lentamente. Ahí parada estaba mi abuela, con un trapo en la mano y un semblante serio, casi que daba miedo.

—No deberías haber leído eso— dijo, y acto seguido me agarró con fuerza poniendo el
trapo en mi nariz, haciendo que inhalara algún tipo de sustancia que desconocía. Después,
caí en un profundo sueño… Al despertar de él me encontraba en una sala desconocida,
atada de pies y manos, ¿mi propia abuela me había secuestrado? Esto no tenía ni pies ni
cabeza.

— Imagino que tendrás preguntas— dijo una voz desde la oscuridad.
— ¿Dónde están mis padres?— pregunté con cierto temor.
— Querida María, están a salvo, no te preocupes por ellos.

Cada vez estaba más confusa, ¿por qué fingirían su propia muerte? Empecé a tener mucho
sueño de la nada, levanté mi mirada, estaba inhalando de nuevo ese estupefaciente que me
adormecía.

A la mañana siguiente amanecí en mi cama, me dispuse a encender el teléfono, como hacía
normalmente, tenía un mensaje de mi psicólogo: “Buenos días María, tenemos que hablar,
urgentemente, me preocupas.” No tenía la más mínima intención de hablar con él, hacía
dos años que estaba yendo a sus consultas, pero una vez comenzó a burlarse de mí sin
pudor, teniéndome frente a frente y no volví a poner un pie en su despacho.

Esa misma tarde, cambié de opinión, necesitaba desahogarme de alguna manera. Al entrar
a la consulta, Pedro, que así se llamaba, me propuso sentarme, porque, según él, lo que iba
a escuchar a continuación me impactaría. Afirmaba haberme diagnosticado una especie de
esquizofrenia, decía que veía, escuchaba, parecía vivir cosas que en realidad no sucedían.
Quedé atónita. A continuación, me enseñó un vídeo grabado por las cámaras de seguridad
del 29 de julio, dos días antes de que mis padres fingieran su muerte, en él aparecía yo,
fuera de mí y con un cuchillo en la mano, intenté clavárselo, pero seguridad me frenó. Lo
más curioso de esta enfermedad mental es que tiene memoria selectiva. Entonces, ¿habían
fingido mis padres su muerte para alejarse de su propia hija?, ¿sería por ese motivo por la
que la misteriosa voz afirmó que estaban “a salvo”? Pero, ¿Y si eso tampoco fue real?…