El rey de la tahúlla, por Pep Marín

El rey de la tahúlla

Hay palabras que expresadas a viva voz activan determinadas partes del cerebro y dan órdenes de verter en el torrente sanguíneo, de manera digamos mecánica, sustancias que te proporcionan una fuerza y una seguridad en un momento dado que ni te crees que seas tú quién está en esa situación de poder. Luego, ya veremos si no te pasa factura mentalmente el acontecimiento, pero, en el ajo, vas con todo a la guerra, aunque cayeran ruedas de molino del cielo relinchante. Una de esas palabras es: mátame.

Pueden ustedes hacer la prueba delante de un espejo. Repetir y repetir la palabra: mátame, mátame, ¡mátame! Sentirán como aumenta en el torrente sanguíneo a modo de subidón algo que te proporciona valor, incluso una locuacidad algo trastabillada. Ahora bien, cuidado a quién se lo dicen.

El primer día que te encuentras frente a frente con un vehículo en un camino estrecho donde sólo puede circular un coche, sabiendo científicamente que ha sido el otro coche el que ha entrado más tarde que tú al camino, y eres tú quién dado marcha atrás para dejar paso libre al otro conductor, por razones filosóficas y cívicas de autoblanqueamiento de otro ser que llevas dentro, y que sabes muy bien que te ha llevado a una atrofia del karma, y más, mucho más, cuando ves que la persona del otro coche, en lugar de hacer alguna señal corporal de agradecimiento por tu gesto, lo que hace es retorcer el cuello mirándote fijamente como perdonándote la vida, entonces te das cuenta de que algo no marcha bien, algo se ha roto, la comunidad está en la UCI. Sube la prima de riesgo.

Esta es una situación que se puede dar, y se da, pero en tu interior no la imaginabas, a priori.

No es lo mismo que ir al programa de García Ferreras, escuchado lo escuchado, para luego darte una buena ducha y limpiarte la lengua con un estropajo de cocina como si de esa manera pudieras retornar al punto inicial, el de la inocencia.

Nada de eso, tú eres un abridor de puertas profesional sentido y apasionado para ceder el paso hasta a la mujer invisible, un abrazador de álamos, un chupador de caracoles. No blanqueas a nadie si sabes a priori que es un estafador de audiencias.

Otro día, la causalidad.

Misma situación. Tú sigues en situación happy, sin saber muy bien por qué, o sí; que una lágrima acabe con la armonía de tu mundo inmaculado; y te lleven preso los demonios de la ira por los caminos de Gomorra para acabar en la cárcel de una depresión de caballo por obsesión, por desdoblamiento. Marcha atrás. La persona del otro coche ni te mira, pero eleva la barbilla en señal inequívoca de considerarse el rey de la tahúlla.

El otro día escuché en un programa de radio que alguien decía que la inteligencia consiste en hacer algo empleando el menor esfuerzo posible, el menor desgaste en general. A ti no te ha tocado esa varita mágica. Eres capaz de perder un ojo subiendo un frigorífico a un tercero sin ascensor.

Te has quedado atrapado en el barro y los acelerones te atrapan más y más, y sigues acelerando. Lo mismo lo que buscas es hacer un búnker para una vida en paz bajo tierra, con lo fácil que resultaría y resulta, sin condicional, si abres la puerta del coche y con tu sana educación te diriges al individuo del otro coche. Pero no lo haces, apenas te ha rozado esa idea en el pensamiento. Vas camino recto al gran encabronamiento.

Domingo de ir a por churros. Ese hombre y su coche aparecen de la nada. Esta vez no entras en el camino, le dejas pasar ante la duda de quién hubiera entrado antes. Ya estás en situación Aristotélica de aquello de “en potencia”, y ya hay un grano nuevo en tu espalda. Ya hay cierta resequedad de garganta, un ligero pero perceptible tic en el párpado, un temblor, “un no sé qué me ocurre que ni yo mismo me entero”. El hombre del otro coche sigue su camino como Atila. Ni hola ni adiós. En tu interior ya empezó hace tiempo la guerra médica: carguen, apunten…¡Fuego!

¿Cuántos acontecimientos hacen que tu pensamiento diario consciente te lleve al autoinsulto? Se me ocurren muchos ejemplos, pero tampoco quiero darle un disgusto a mi madre plagando de palabras malsonantes este escrito. Imagina, por ejemplo, tener que volver a la ITV por una ocurrencia que no ocurrió la vez anterior, ni la anterior, ni la anterior, por una nimiedad. Una luz del coche que ni sabías que existía.

El autoinsulto creo que tiene una parte terapéutica si lo realizas en tu soledad, camino a ninguna parte. Ese cagarte en tu puta raza y en el sol que sale actúa como fluoxetina natural en condiciones concretas.

Pero a veces no es más que arena para ocultar la incapacidad de conversar pacíficamente sobre las circunstancias que te provocan el desasosiego, para desahogarte sin soltar escupitajos verduscos después de noches y días alimentando la ira. Un miedo disfuncional y una inhabilidad de remontar el vuelo, aunque el rey de la tahúlla te diga que lo que eres es un cobarde de altísima sensibilidad. Imagínate, con todo lo que venías rumiando.

Del mátame a lo mato.

Pero la primavera no siempre la sangre altera. El individuo del otro coche, veterano de guerra, aquel día en que todo iba encaminado a una batalla de ciervos, te dice la pinta que tienes. Efectivamente, eres hijo de aquel que ha dicho el rey de la tahúlla. Y el rey de la tahúlla te tuvo en brazos de pequeño.

Dos o tres meses rumiando, dos o tres meses cogiendo ideas de películas como SAW, cuando un simple dialogo real ha evitado la guerra, la depresión y la tormenta.