Por su propio peso
Por toserle a Ayuso, saltó un paisano de la Secretaría General del PP. Por “estornudarle”, pasó a mejor vida política Pablo Casado, su presidente. Desde que entró en política, a la actual presidenta de la Comunidad de Madrid le persiguen las polémicas por negocios dudosos relacionados con su familia o entorno. De todos estos embrollos ha ido saliendo hasta ahora. Veremos si de este último también. Del laberinto en que la ha metido su actual pareja, Alberto González Amador, denunciado por defraudar presuntamente 350.951 euros a Hacienda en calidad de comisionista en la compra de mascarillas, negocio que le habría dado para adquirir, entre otras cosas, pisos millonarios en los que vive la presidenta. Y es que llueve sobre mojado. En lo peor de la pandemia, su hermano ya obtuvo una comisión “legal” de 234.000 euros por ese mismo tipo de mediación. He dicho que ya veremos si sale de ésta porque, frente a su habitual desparpajo, el miércoles se la vio nerviosa y agarrotada clamando “contra todos los poderes del Estado”, que se han conjurado, dice, contra ella. Sin poder disimular un rictus en su rostro y una mirada perdida que evidenciaban marejadas profundas en su interior. Y a todo esto, ¿qué dice Feijóo del asunto? Escarmentado en cabeza ajena, es probable que mire mansamente para otro lado. Hasta que la fruta, si tiene que caer, caiga por su propio peso.
El hilo de Ariadna
Pese al tiempo transcurrido, la memoria sigue viva. No puedo dejar de recordar que a mediados de los 70, en las postrimerías de la dictadura, Miguel Hernández fue objeto de un homenaje en Orihuela. Las autoridades franquistas prohibieron los actos y cercaron la ciudad. Los que habían podido franquear sus puertas el viernes se quedaron atrapados en ella, y a los que fuimos el sábado nos resultó imposible acceder a su interior. Los accesos estaban tomados por la Guardia Civil y la Policía Armada. Después de una larga espera en las afueras, rodeados de agentes y palmeras, la tarde fue cayendo y tuvimos que dar media vuelta y regresar al pueblo. Los que se hallaban dentro, sin embargo, siguieron adelante con los actos programados, a pesar de la prohibición. Hubo detenciones. Un compañero nuestro de Cieza pasó varios días entre rejas. Su delito: homenajear a una de las voces poéticas más genuinas de la literatura española. La libertad tenía un precio. Con alivio nos enteramos de que el Supremo acaba de rechazar el derecho al olvido en internet que pide un familiar del secretario judicial del proceso que lo condenó injustamente a muerte. De quien presentó con saña incluso artículos de prensa como pruebas acusatorias. La memoria, “blanca y diáfana”, nos vino a decir Théophile Gautier, es como el hilo de Ariadna. Nos puede ayudar a librarnos del Minotauro.
Escribir, viajar, vivir
No hay mejor remate literario para la presentación de un libro que compartir después con el autor, en grupo, vino y cena. Y eso hicimos el pasado miércoles con Manuel Moyano, acompañado de Teresa y, entre otros, el editor Fernando Fernández Villa. El acto fue en el Club Atalaya-Ateneo de la Villa de Cieza y la cena en el Bar Gran Vía. El libro en cuestión, magnífico, Polvo en los zapatos. Un dietario publicado por entregas durante dos años en este periódico cuyo propósito no era otro, en palabras del autor, que plasmar la extraña belleza y variedad del mundo -en sus paseos, viajes, encuentros, lecturas y en tantas otras cosas- a través de la escritura. En el bar, la conversación es animada, sugestiva. El discurso de Moyano es una fuente pausada que mana, corre e inspira. Como su escritura. Será fácil escribir mañana esta columna, me digo. Lo es menos, sin embargo, después de haber empezado a releer, ya metido en la cama, algunas páginas de este diario. Y no lo es por una sencilla razón. Porque para que esté a la altura siento que habría que tener ese mismo “apetito vital” y esos “ojos de pájaro”, que le atribuye el escritor Sánchez-Ostiz a Moyano, para reparar en el detalle, capturarlo y llevarlo a los papeles. Para fijar en certeras palabras la escurridiza realidad. El autor afincado en Molina hace buena en este libro la máxima de Stevenson: gozar de la existencia viajando, escribiendo, viviendo. Lo mismo que otros también intentamos.