Semana Santa de Cieza, la esperanza invisible

La centenaria pasión ciezana

Miriam Salinas Guirao

La semana de pasión se vivirá en silencio. La distancia de los cofrades se hará mínima con el latido, al mismo paso.  Sonarán en casa las melodías que arropan: quizá ‘La Madrugá’, ‘Nuestro Padre Jesús’, ‘Mektub’, ‘Jerusalén’ o ‘Semana Santa Ciezana’. Se vestirán los anderos y nazarenos sin túnica, caminarán las lloronas sin mantilla.

La centenaria pasión local por la Semana Santa se guarda en las crónicas de su tiempo. Y en esta silenciosa pasión volverán al recuerdo aquellos testimonios lejanos, de otros años.

Hace casi cien años Nueva Cieza, por marzo, hablaba de esa pasión: “Rememora el mundo cristiano en el día de hoy, el acontecimiento más grande, que registra le historia de la humanidad: la crucifixión de Jesús Nazareno: el hijo de Dios, el redentor de la humanidad, el que dio su sangre para purificar nuestra alma, el que guía a la humanidad con sus doctrinas santas, al verdadero bienestar de la vida eterna. La sangre de Jesús nos redime del pecado y sus predicaciones, son el rico manjar de la más pura y perfecta enseñanza; ¡Ojalá y la humanidad errante y loca tras de ideales de falsa redención, bebiera en las aguas cristalinas de esa verdad fundamental y única, que tiene por cumbre, el espectáculo del Calvario!” (29/03/1923 Nueva Cieza). Así exaltaba la prosa el cronista de aquel periódico local. Era 1923 y Cieza olía a incienso. Entonces se anunciaba la Casa Angosto, -paquetería, quincalla, perfumería y artículos para regalos- de la calle Mesones y el Garaje Inglés de Bernardo H. Brunton en la Avenida Cajal. También Vicente Giménez Hernández –gran depósito de maquinaria y material eléctrico de todas clases- en la calle Buitragos y hasta la Farmacia de Hipólito Molina. Para la Semana Santa volvían los ciezanos: regresaban de Madrid Francisco Martínez, Carmelo González, Antonio García Rojas, Francisco Talón, José María López y Jesús Massa. Volvía Manuel Segura con su familia y de Valencia, Antonio Torres Zamorano y Francisco Guirao Ortega. También volvían José Marín Baldrich, Franciso Fernández y Manuel Buitrago Marín. Volvían y seguirían volviendo.

El primero de abril de 1953 el diario Línea tomaba las voces de algunos para hablar de la Semana Santa ciezana. Escribía Juan Pérez Gómez su ‘Tristeza y Júbilo de la Semana Santa’: “Yo también quiero decir algo de la Semana Santa de Cieza, de mi Semana Santa, sin tener la pretensión de que estas palabras mías sean algo más que la materialización de un sentimiento, que creo no solo mío, sino que es el sentir colectivo de todo un pueblo, al que este sublime acontecimiento —nada menos que la muerte de Cristo— afecta de un modo igual. Quiero hoy ser, dentro de mis pobres aspiraciones, algo así como la voz de este pueblo y explicar a los extraños por qué en estos días los ciezanos, dondequiera que se hallen, vienen aquí. Un pueblo algo así como una familia un poco mayor que las corrientes, y sus miembros, como en todas las familias, se reúnen siempre que surge: un acontecimiento feliz, y con más cohesión todavía cuando ocurre un suceso triste. La pasión y muerte de Jesús es un suceso tan sobrecogedor, que todos queremos estar junto a los nuestros para sobrellevarlo mejor… Y cuando, antes de esos días, empieza a oírse el sonido de las trompetas, y los tambores repiten su único sonido hasta el infinito, todos, estemos aquí o allá, empezamos a pensar en esa llamada, a la que no se puede desobedecer en acudir a esa cita, a la que nadie que tenga relación con Cieza puede faltar. Se le entra a uno en el alma el deseo imperioso de estar presente cuando bajen al Cristo de la Ermita, a hombros de no sabemos cuántas personas. Y queremos acompañar a Jesús en estas tristes noches de primavera, en que camina por calles que otros días recorremos indiferentes, pero que son estas noches un símbolo de aquella calle de la amargura, que vio el penoso y fatigado ir hacia el calvario del Hijo del Hombre. Porque, dentro de nuestra humildad, queremos estar juntos en estos días de luto y seguir a Cristo, vestidos con túnicas blancas o azules, con los pies descalzos o de etiqueta, pues con Dios no caben medianías o vulgaridades: o se le acompaña de gran gala, o con un saco y una cruz. Y, después de la tristeza, asistiremos también juntos, a la alegría que estalla el Sábado de Gloría y se prolonga el domingo, lunes y martes, en un derroche de júbilo popular, que es como una despedida. Y esto se volverá a repetir un año, y otro, porque las alegrías y las tristezas son los móviles tas poderosos de unión para las personas que tienen algo en común”.

También escribía Aurelio Castaño su ‘Noche de ensueño’. Hablaba del “preciso momento en que suenan las campanas de la media noche en el viejo reloj de la alta torre”, del crujir  “abriéndoselas pesadas puertas de la iglesia”, retumbando “el lúgubre son de un tambor en el interior del templo”. Hablaba de los “negros encapuchados penitentes que, como siniestras apariciones ajenas en todo el mundo que les rodea, se extienden por la plaza formando con las llamas vacilantes de sus cirios sierpes de luz que brillan y zigzaguean mientras discurren por la penumbra”. Hablaba de aquel recóndito balcón, donde “un fervoroso pecho cristiano” lanzaba al viento “la triste saeta henchida de amor y de poesía ella es todo un romance popular toda una copia de la más pura liturgia española”. Y así caminaba la procesión del Cristo de la Agonía, “en medio del silencio que cortan las saetas ocultas entre la noche envuelta entre las sombras”.

Sánchez Oliva, arcipreste de Cieza, evocaba al ‘Ángel de la Resurrección, el que estrenaba la Hermandad de la Oración del Huerto y Santo Sepulcro: “El Ángel que anuncia la resurrección —cuando el alba empieza a sonreír—. Afortunada obra del joven escultor local Manuel Carrillo. Pasadas las horas dolorosas de la Cruz y los días silenciosos del Sepulcro, llegó la hora de la Resurrección triunfante y gloriosa, aunque jamás sabremos el momento”.

Martínez Morcillo describía: “Si yo tuviese que escribir algo diciendo lo que es, cómo es y de qué es la Semana Santa de este bendito rincón de Murcia que se llama Cieza, pienso que no se me ocurriría decir lo que poco más o menos, mejor o peor dicho sale en estos días escrito en millares de hojas, folletos, revistas y diarios por los cuatro puntos cardinales de la Península Ibérica, tratando de atraer—que no siempre lo consiguen—a la infinidad de personas amantes del arte, de lo bello, de lo mejor, que han de recrear su vista y su espíritu con la contemplación de algo inédito y maravilloso. Yo no diría que en la industriosa ciudad de Cieza—industriosa gracias a la riqueza de su suelo y al tesón inigualable de sus hijos—se han volcado estos, en un afán de superación digno del mejor elogio, para que su pueblo se ponga a la cabeza de los mejores de España, urbanizando y embelleciendo sus calles, sus plazas, jardines y paseos, hasta ser la admiración y envidia de ciudades con categoría de capital. No diría tampoco que Cieza, reclinada en el regazo de su maternal Atalaya, al arrullo del río Segura, que la abraza y la besa, y con el llorón maravilloso de exuberante y sin par huerta, constituye en estas noches de abril levantino un trozo de jardín de éxtasis arrancado del propio Paraíso y perfumado con todas las esencias del Oriente. (…) Igualmente silenciaría el Impresionante espectáculo que supone el desfile de sus Cofradías, componiendo esa sublime sintonía de color y de luz de belleza y elegancia, de dolor y misticismo, que la noche de Viernes Santo, con Jesús muerto de muerte y María muriendo de dolor, recorre en silencio de rezos las calles de Cieza. (…) Sus imágenes y sus pasos radiantes y obras maestras de los maestros mejores: sus huertos y sus jardines, perfumando las cálidas noches de pasión. (…)”

La Semana Santa de Cieza se vivirá en silencio, pero gritará en cada corazón cofrade, como una esperanza invisible.

 

 

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