No sólo es mamá, por Maura Morés

No sólo mamá

La verdad es que, cuando llega el 19 de marzo, todo lo que una vive con un padre aflora entre los resquicios de la mente, y rompe a hervir, y conmueve y trae consigo un velo de agradecimiento. Lo que las madres hacen se aprecia más todos los días. Sobre todo cuando vivíamos con ellas. Sin sus habilidades y recordatorios no había más que hambre a la hora del patio, la mitad del material escolar no llegaba a la mochila, nuestros amigos no tenían a quién sonreír cuando venían a casa más a merendar y a navegar por Internet que a redactar el tedioso trabajo de tecnología. La abuela solía duplicar esa capacidad para la albañilería doméstica y la ubicuidad. Encontrabas en ella los postres que te estaban prohibidos en el tiempo litúrgico inadecuado, algo más de dinero de bolsillo, permiso para acostarse a medianoche, una costurera gratuita para las fiestas del colegio, la mejor peinadora para volver a las clases de la tarde sin el flequillo deshecho, la curandera sin reproches de las secuelas de una competición de comba demasiado exigente. Una abuela es delantal y pintalabios setentero que puedes robarle, y huele a chocolate y a detergente. Sin ella no habría madre, ni cancionero antiquísimo, ni máquina de coser, ni hojuelas, ni perlas para los domingos. Al final el último refugio tiene aroma de mujer, y es el único útero sobre la faz de la Tierra convulsa. El padre no suele ser capaz de crear esa crisálida.

Los abrazos de mi padre suelen ser flojos y faltos de compromiso. No recuerdo los elementos de su agua de colonia, y la última vez que quiso hacer una tortilla de patata me chivaron con discreción que racaneó tanto con el huevo que creó una tapa de alcantarilla. No es un buen consejero para los amoríos tempranos, le repele el tema y es más celoso de sus hijas que Michael Corleone. Nunca me ha sermoneado sobre las enfermedades de transmisión sexual y las tentaciones de la noche, sobre todo porque prefiere pensar que vivo en una celda monástica para evitar los tranquilizantes. A no ser que estén en el paro o a punto de ello, los padres trabajan más lejos de los fogones, irremediablemente, y en mi caso lo veía una semana al comer, otra a la hora de los deberes y otra en la cama a punto de caer rendida y soñar con Hogwarts. Turnos.

Se sienten más perdidos cuando hay que acompañarnos a elegir regalos o a algún recado que trascienda trámites administrativos o merendolas. Hay padres resolutivos que te arrastran al sitio que ellos tienen en mente desde el principio, mientras que el mío se sentía confuso a la hora de elegir bar para una comida a solas sin mamá, dudando de si el precio del menú sería razonable en caso de consultarlo con la mujer ausente o de si ya tenía edad para tomar café sin descafeinar en vez de flan («¿No te va a sentar mal? Papá, llevo cuatro años tomando con el abuelito».) Si en lugar de café la coyuntura era la posibilidad de empezar con las cervezas recién estrenados los dieciocho, miraba angustiado disminuir el ocre del vaso escrutando mis ojos en busca de señales de aturdimiento. Imagino que fabulaba situaciones en las que un lamentable estado etílico me hacía armar un espectáculo en público y ganarse una bronca conyugal por su permisividad cobarde. Si pedía un plato que fuera más allá de los espaguetis o los filetes con patatas me observaba escéptico respecto a verlo terminado. Cuando me fui de casa, lo escuché susurrar que probablemente me riñeran en el colegio mayor por no hacer bien la cama. La primera tarde que fui a la universidad disimuló para confirmar que traspasaba una puerta y no salía por la trasera.

Al mismo tiempo, todo lo que considera un suplicio lo quiere borrar de mi camino. Montar objetos de decoración, rascar sartenes, planchar, estirar mantas, rellenar formularios, hablar con los camareros (aunque no les temo desde aproximadamente 2007). En su «ya lo hago yo» se refleja una triste desconfianza en las capacidades de mi generación y de las chicas en particular y una lucha a muerte para que no dé el callo como él, exiliado de casa desde antes de la adolescencia para estudiar con beca, un número en internados tardofranquistas y en dos cuarteles, camarero y temporero los veranos sin mar.

Los enfados de un padre no son tan estridentes y continuos como los de una madre, que encuentra motivos de queja en tu modo de arrugar los calcetines y en el sonido innecesario que creas en la cocina antes de amanecer aplastando una tostada para untarle añadidos. Pero dan mucho más miedo. Porque estallan cuando ya se siente verdaderamente decepcionado. Cuando puedes comprobar en tu temblor de manos y en sus ojos esquivos que le duele de veras tu actitud o tu falta de respeto, de valor, de redaños para ser tan adulto como él. Hablo del mío, no de los vuestros. Puede que encontremos puntos en común, puede que no. Quizá algunos ni lo conozcáis, o ya os falte, lamentablemente. Mi padre necesita sentirse orgulloso de mi inteligencia y de mi dominio. Y no suelo satisfacerlo últimamente. Al casarme lo alivié mucho, porque necesitaba una prueba de solidez de mi carácter y de mi compromiso con una normalidad que no quiere agitar. Pero sé que querría más premios para apaciguar su alma. No porque me exija compensaciones por haberme mantenido y protegido, sino porque es perentorio para él ver en las hijas signos de brillantez y ausencia de fracasos; uno tiene bastante con los suyos. Seguro que sigue esperando que me llame una editorial poderosa, porque si mi vanidad se esponja se curan sus temores. Suspender exámenes no le hacía daño porque quisiera hijas de porcelana fina, sino porque le horroriza quedarse atrás de lo que los hombres han dispuesto para tener un nombre en el mundo y no madrugar los fines de semana. No quiere verme frustrada por no haber visitado aún setenta ciudades, querría que me tocara la lotería, que escribiera tanto y tan bien hasta la ancianidad que me esperaran sillones en las academias y me llamaran temerosos de una negativa en busca de una entrevista preñada de halagos.

A mí eso ya no me importa tanto, porque tengo Dios y caminos humanos para acariciarlo, que sois vosotros. Él sufre si no arraso con envidias, suspicacias, críticas, pobreza. Suelo pensar que si tuviera un relativo éxito que pocas veces espero en esta profesión pasada de moda únicamente me alegraría por él. Porque podríamos ir a Pearl Harbor a ver portaaviones y a hacer el payaso en Las Vegas, a poder ser en un combate de boxeo lleno de negros con pinta de traficantes de las alturas con Beyoncés llenas de pieles en las rodillas. Él es del 61 y todavía le gustan esas cosillas de Ocean’s Eleven. Y Sinatra, y Rod Stewart. Y las chicas Bond con cierta pinta de casi damas. No me lo llevaría a ver museos aunque también le encante que le comente cada cartelito bajo cada pieza. Se merece desfasar, porque no tuvo aire acondicionado, ni deportivas flamantes, ni entradas para el Bernabéu, ni ha comido cochinillo en Segovia, ni ha podido dejar una tarjeta humeando en Serrano tras visitar tres camiserías, dos zapaterías y una relojería. Mi padre no sabe cómo se comporta el personal de un hotel de cinco estrellas ni pronuncia bien los platos japoneses. Lo que sabe es qué actores me gustan y me avisa para que grabe sus películas, que me impone conducir y por ello me hace de chófer aunque sean las seis de la mañana y nieve. Que me pierde dormir y por ello no me levanta las persianas si se tercia hasta mediodía, y luego me muero de vergüenza pero sin una crítica me prepara un café que ya sí puedo beber, hasta negro como el infierno. Que siempre vamos a votar al mismo partido, y se siente aliviado de no tener que sentar cátedra sobre la ley natural. Que no puedo vivir en su casa sin torreznos. Que cada septiembre hay que visitar el santuario de Cortes aunque no termine de convencerle lo de rezar. Y que se va a morir tranquilo sabiendo que no me quedo sola. Por eso le agradece con todo el reservado corazón cada mínimo gesto a mi hermana, a mi tío, a mi marido, a mis suegros, a mis amigas.

Nunca lo notaréis. No es posible apreciarlo si no es vuestro padre. Ya os lo digo yo por él, pero guardadme el secreto para que no se sienta blandito.

 

 

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