Moros en la costa

Javier Gómez

En el siglo XVI en el Imperio Español no se ponía el sol. Los territorios de la monarquía de los Austrias abarcaban desde las posesiones asiáticas de Filipinas hasta el otro extremo del planeta: el Nuevo Mundo. La letras hispanas vivían su época dorada; los tercios españoles ponían picas en Flandes; las tropas castellanas sojuzgaban a los indios y eran el temor y la envidia de las demás potencias europeas. Sin embargo, el Imperio se veía expuesto a una terrible amenaza: los piratas berberiscos que asolaban las costas levantinas de Valencia y Murcia. La potencia que gobernaba el mundo conocido recibía las afrentas más duras en el propio corazón del imperio: en la metrópoli.

El inicio de estos ataques piratas tiene su origen en la lucha de poder para dominar el Mare Nostrum entre el lmperio Español y el Otomano. En la batalla por la supremacía del Mediterráneo, los turcos contaban con la ayuda inestimable de los moriscos que habían sido expulsados de Las Españas en 1609, lo que unido al consentimiento implícito de Francia, ocasionó que la costa murciana se convirtiera en un territorio de frontera. Los moriscos conocían la orografía del terreno y el idioma, y buscaron refugio en el Norte de África y, muchos de ellos, se dedicaron a la piratería.

Durante más de dos siglos el Reino de Murcia sufrió de manera intensa la acción de estos piratas que, inexorablemente, atormentaban a la población civil ante la incapacidad del Imperio de poner freno a los desmanes de las incursiones berberiscas. Los agricultores y los pescadores de la zona vivían, por tanto, con el miedo constante a la barbarie pirata, y el litoral murciano no se repobló en consonancia con el resto del Reino.

Los ataques que sufrieron las costas murcianas provenían de una ruta elaborada de antemano por los piratas y se denominaban razias. Debido a la proximidad geográfica de asentamientos piratas como Argel, Túnez o Tetuán iniciaban su recorrido en las Islas Baleares para seguir por Valencia, Alicante, Murcia, Almería, Granada y Málaga. El objetivo de estas incursiones consistía en abastecerse de víveres, cosechas, ganado y el bien más preciado: esclavos que poder vender en la costa berberisca; en principio para pagar las costas de la expedición y posteriormente, si les acompañaba la fortuna, obtener grandes beneficios.

El litoral murciano era un objetivo ideal para las embarcaciones piratas debido a su despoblación y a sus playas arenosas de poco calado, donde podían esconderse, como hacían en la Isla Grosa, y abastecerse de agua dulce y de víveres, a la espera de las embarcaciones que salían del Puerto de Cartagena en dirección a otros puertos del Mediterráneo. La tripulación estaba compuesta por una amalgama de nacionalidades. Por un lado los magrebíes del Norte de África; por otro, los turcos; también habían moriscos, de importancia vital por su conocimiento del país y por último los renegados cristianos, quizás los más peligrosos. Éstos eran antiguos cautivos de los piratas que podían obtener la libertad con su conversión al Islam. De hecho, el capitán pirata más temido y que más asoló las costas murcianas fue Morato Arráez, converso de origen albanés. Tampoco podemos obviar a los hermanos Barbarroja, renegados de origen griego que arrasaron las costas mediterráneas en los tiempos del sultán turco Solimán II.

Capitanes piratas

Los capitanes piratas más temidos del siglo XVI fueron los cautivos de origen griego Aruj y Jeredín Barbarroja. Sus ataques se intensificaron no sólo en las costas murcianas sino en todo el Mediterráneo, y fueron famosos por sus logros y por su ferocidad. Aruj, el hermano mayor, llegó a ser gobernador de Argel y murió en la batalla por la reconquista de Tremecén ante la Armada Española. A la muerte de éste le sucedió su hermano Jeredín, cuya ferocidad hizo que superase los logros de Aruj.

Morato Arráez fue el más temido en el Reino de Murcia, ya que focalizó sus ataques en esta zona. Renegado de origen albanés, llegó a ser capitán general de los navíos de Argel e hizo incursiones en Mazarrón, Cartagena y Portmán. En 1602, en uno de sus ataques, apresó a 60 cautivos y a dos corregidores lorquinos.

Los cautivos

Los campesinos y los agricultores murcianos se exponían, si los ataques berberiscos triunfaban, a un castigo pero que la muerte: la esclavitud. Hombres mujeres y niños del litoral murciano fueron hechos esclavos a lo largo de los XVI, XVII y XVIII. Algunos fueron empleados como remeros en las galeras otomanas, otros vendidos como esclavos en los mercados norteafricanos y los que disponían de más medios, los más afortunados, permanecían en los presidios africanos a la espera de que pagaran el rescate por ellos. Habitualmente se llevaba a cabo mediante las órdenes religiosas de los Mercedarios y los Trinitarios, que recaudaban el dinero a través de las familias de los cautivos o mediante limosnas. Muchos de los cautivos nunca fueron rescatados y otros optaron por convertirse al Islam para conseguir la libertad y, posteriormente, medrar en la sociedad islámica, llegando muchos de ellos a engrosar las filas de los piratas berberiscos. En el caso contrario, cuando la flota española apresaba a piratas o pescadores magrebíes, éstos se convertían en prisioneros que permanecían trabajando en la dársena y el arsenal de Cartagena, hasta que algunos de ellos eran liberados mediante el pago del rescate por las embajadas norteafricanas. El cautivo más ilustre fue el genio de las letras hispanas Miguel de Cervantes, que permaneció preso desde 1575 hasta 1580.

Las defensas españolas

La primera de las medidas de defensa tomadas por la Corona Española fue la toma de plazas fuertes en el Norte de África como Oran, Ceuta, Tánger, Melilla, Túnez, Bugía y Trípoli. Las plazas servían de refugio a la flota española que patrullaba el Mediterráneo en la búsqueda de embarcaciones piratas. Sin embargo, eran necesarias otro tipo de medidas. Fue entonces cuando se crearon las milicias y se construyeron las torres de vigilancia.

Las milicias estaban compuestas por los habitantes de Murcia, con una edad comprendida entre los 17 y los 50 años que en un principio estaban bajo el mando de la Corona, y que provocó grandes disputas por su control entre ésta y las autoridades locales; que aumentaron su influencia sobre la milicia a partir de 1636, cuando la Corona se vio mermada en su capacidad burocrática para dirigirla, en gran medida por las constantes escaramuzas de Flandes que provocaban un flujo incesante de tropas hacia allí. Cuando se llevaba a cabo un ataque berberisco, la población de las localidades situadas a 50 kilómetros de la costa debían acudir en masa; las emplazadas a 100 kilómetros acudían en socorro, pero con partidas organizadas no con el total de la población y las situadas a más de 150 kilómetros sólo enviaban hombres cuando se esperaba un potente ataque.

La señal de auxilio para el envío de las milicias y de la población civil se producía desde las torres de vigilancia mediante el famoso llamamiento defensivo que surgió en el Levante español: “Hay moros en la costa”. Fueron construidas por Juan Bautista Antonelli, mediante orden de Felipe II, a lo largo de toda la costa murciana. Eran pequeñas edificaciones (cilíndricas, cuadradas o hexagonales) que disponían de cañones. Durante el día daban la voz de alarma mediante humaredas y por la noche a través de fogatas, y estaban comunicadas de esta forma entre sí. Cuando se producían estas señales de aviso, inmediatamente, repicaban las campanas de las iglesias para alertar a la población. Se crearon torres costeras y tierra adentro entre las que destacaron la del Pinatar, la Encañizada, la del Estacio, la de Cabo de Palos, la de Portmán, la de Navidad en Cartagena, la de La Azohía, y la de Cope. La mayoría de ellas, después de sufrir los avatares de los ataques y del tiempo, se encuentran actualmente desaparecidas o en ruinas, aunque algunas han podido ser remodeladas y conforman el patrimonio histórico regional.

El final de la piratería

Progresivamente los ataques fueron disminuyendo durante el siglo XVIII hasta que a principios del XIX, las potencias occidentales como Inglaterra y Francia deciden no pagar más tributos a los berberiscos y atacan las plazas fuertes de éstos (como es el caso de Argel por parte de Francia que posteriormente la utilizaría para fundar la colonia de Argelia), lo que unido al declive del Imperio Otomano, trajo consigo su desaparición. En 1856, en el Congreso de París, la mayoría de los estados europeos y africanos deciden abolir el Corso en el Mediterráneo.

Los ataques piratas que asolaron el litoral murciano han quedado plasmados en el imaginario colectivo de la sociedad, y prueba de ello son las fiestas que se celebran en distintos lugares de la geografía murciana para conmemorar aquellos sucesos. En Torre Pacheco existen las fiestas de Trinitarios y Berberiscos; en Los Alcázares, las fiestas de las Incursiones Berberiscas en el Mar Menor y la Festividad de La Virgen de Los Llanos en El Algar, que recuerda los ataques berberiscos.

Es por tanto, a partir de principios del siglo XIX cuando, después de más de 200 años de continuos ataques piratas, el litoral murciano puede descansar tranquilo sin temor a la muerte, la destrucción y la esclavitud que acarreaban los corsarios del Islam. La zona se repobló en paz, pero estos hechos perduraron en la memoria y en la historia del antiguo Reino de Murcia.

 

 

 

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