Mare Dei, por José Antonio Vergara Parra

Mare Dei

Nada diré que no sepan ya. No va de sumarios o juicios sino de alaridos. De gritos sordos y desesperados. Y sólo conozco una forma de clamar aunque el eco me apuñale por la espalda: la palabra. Tosca, insuficiente y huidiza siempre. No busco redención ni una capciosa calma en la tempestad. Detesto las frases hechas que ambicionan conclusiones simples a realidades extraordinariamente complejas. No ando tras respuestas pues a base a buscarlas la razón y el alma acaban lastimándose. Sólo quiero salir fuera para gritar hasta desgañitarme, hasta que no quede aire en mis pulmones ni lágrimas cautivas.

14 de junio. Madrugada. A 80 millas de la costa griega. El Mare Nostrum, aunque no a todos acoge, vistió de luto porque negra andaba la noche y negras estaban las aguas que engulleron a cientos de seres humanos. Enésimo naufragio de proporciones dantescas. Vidas truncadas y suspiros esquilmados por usureros de la angustia. Un barco con 1.000 almas hacinadas entre cubierta y bodega. Hombres, mujeres y niños, por cientos, cayeron a un mar hambriento de estrellas que el infortunio tornó en fugaces.

Nos gusta pensar que las culpas, de haberlas, las tienen otros.  Y  los remedios competen de nuevo a los otros, siempre a los otros. Yo no lo creo. De veras pienso que el azar, por su propia naturaleza, es fortuito pero la estadística revela que se ceba especialmente con los más vulnerables. Junto a la casualidad aparece la causalidad que está muy repartida.

África y Asia occidental no caben en Europa, pero ésta, como el resto de potencias geopolíticas y económicas, no puede seguir mirando para otro lado. No hay mar, océano o cordillera que contengan la desesperación de millones de conciudadanos que ya nada tienen que perder, salvo la propia vida. El egoísmo personal y colectivo, así como la perversión del libre albedrío de quienes podrían cambiar el rumbo de la Historia, suelen estar tras todos nuestros males. De vez en cuando surgen almas extraordinarias como las de Nelson Mandela o José Mújica que, con sus palabras, hechos y testimonios, bendijeron a sus pueblos generando corrientes de concordia, bondad y prosperidad compartidas. Pero no siempre es así. Ya quisiéramos que así fuere.

Muchas de las trampas de las que, despavoridos, huyen nuestros hermanos fueron sistemáticamente esquilmadas por los amigos de lo ajeno que, eufemística y cínicamente, se hicieron llamar conquistadores. Aborrezco los protectorados y las colonias, salvo las de lavanda. Detesto a quienes entran en casa ajena sin llamar, arramblando con todo y con todos.  No podemos negar esta evidencia pero tampoco soslayemos la responsabilidad de los sucesivos gobiernos locales que, con actitudes tiránicas y corruptas, truncan la dignidad  y esperanza de sus respectivos pueblos.

No tengo soluciones para este mundo esquizofrénico y superficial. Dicen que la utopía, asomada en un horizonte crepuscular, conforme avanzas se aleja pero ayuda a  caminar. Mas el camino y la propia respiración se han vuelto fatigosas ante tanta muerte e injusticia.

Algunos hemos aparecido en tierras prósperas donde un bienestar razonablemente conquistado nos regala el don más preciado: la libertad. Libertad para elegir bien. Libertad para hacer de nuestras vidas un vestigio de dignidad y compromiso. Libertad para dar la espalda a la trivialidad y a la frivolidad. Libertad para mirar de frente a una consciencia crítica e inconformista. Libertad para ser y estar plenamente conscientes, que es tanto como dirimir  el bien del mal. Libertad para escapar de fronteras dibujadas en un mapa, para ensanchar mazmorras demasiado pequeñas y escasamente oreadas. Libertad para ser y sentirnos, antes que nada, conciudadanos. Libertad para hacer cuanto podemos por los que andan cerca y también lejos.

Supongo que el mundo seguirá revuelto y enfrentado. Que la codicia, las drogas, el hambre, el odio, el racismo y la furia del ángel caído seguirán haciendo de las suyas.

Pero creo firmemente que Jesús habrá acogido a los hermanos ahogados en el Mediterráneo y con una luz y amor inconmensurables habrá restañado sus heridas y dulcificado sus llagas. Les habrá devuelto a la vida y felicidad que les fueron negadas por la propia maldad del hombre.

Descansen en paz y brille en ellos el rostro de Jesús.