La sombrerería de Eslava, por María Parra

Eslava y su sombrero

Queridos lectores,

es tanta la nostalgia que despierta el mes de febrero a este montículo centinela, que he empezado a recordar la Cieza de aquellos años en los que era común ver a los ciezanos usar el sombrero para protegerse la cabeza de las inclemencias del tiempo o como complemento de la vestimenta.

Sea como fuere, corría el año 1863 cuando José María Eslava inauguraba su sombrerería. Se trataba de la primera sombrerería de la Región de Murcia y de una de las más antiguas de España. Toda Cieza estaba invitada, así que el bullicio se apoderó de la calle Buitragos aún más de lo que era normal. José María había estado días atrás trabajando en el letrero de su establecimiento moldeando el hierro, que muy amablemente le había conseguido un amigo herrero de la Plaza de los Carros. Nadie hasta ahora lo había visto terminado, así que se trataba de una sorpresa que no se hizo esperar. José María se atusó el bigote, se colocó bien el chaleco, comprobó en su reloj de bolsillo que pronto iban a dar las 10 de la mañana, se remangó los puños de la camisa, que su mujer le había almidonado a conciencia para ese día tan especial y salió de su negocio con el letrero en la mano, disponiéndose a colgarlo con la ayuda de algunos de los vecinos que lo estaban esperando algo impacientes con una enorme escalera. Se hizo un silencio, pues todo el mundo se quedó asombrado por lo original que les resultó el que hubiera utilizado como emblema de su negocio una estructura negra con forma de sombrero de copa alta o galera en cuya parte delantera se podían leer unas letras blancas que decían “Eslava”. Una vez colocado, los vítores y los aplausos se sucedieron remojados con vino y los niños comenzaron a corretear entrando y saliendo de la tienda recién inaugurada atraídos por el griterío y el ambiente de festejo.PHOTO-2020-01-25-13-26-58

Los años fueron pasando y la familia Eslava fue creciendo, al igual que lo hizo la clientela. Por allí se dejaban ver todo tipo de clientes, desde el que iba buscando una chistera para salir de fiesta hasta el que necesitaba una boina para labrar el campo. Era habitual que José María, su mujer o sus hijos salieran de la trastienda tras oír las campanas de la puerta de cristal. El comercio contaba con un mobiliario de madera que había sido hecho a mano con absoluto mimo. Comprendía un largo y bonito mostrador que se extendía lateralmente desde el ventanal del escaparate hasta el inicio de la vivienda familiar que comenzaba en las escaleras que se encontraban en la trastienda, en la que muchas veces solían jugar a las cartas a escondidas a altas horas de la noche, evitando así a la Benemérita. Las paredes estaban cubiertas por amplias estanterías acristaladas hasta el techo, donde su dueño, con una enorme entrega, iba colocando cuidadosamente los distintos modelos de sombreros según la estación del año en la que se encontrara, con el fin de facilitar así la tarea. Solía portar una cinta métrica rodeando su cuello y un alfiletero en su muñeca, pues era muy frecuente que tuviera que tomar medidas a sus clientes. Normalmente, estos solían hacerle sus encargos en función de sus necesidades o de la moda que iba imperando, por eso José María se esmeraba siempre en tener un escaparate muy arreglado, ya que era el gancho con el que atraía siempre las miradas.

Pasada la Guerra Civil, en la que tuvo que servir miles de gorras de soldados, poco a poco fue siendo relegado por sus hijos y más tarde por sus nietos, quienes se habían criado entre telas, tijeras, agujas, hilos, cintas métricas, jaboncillos de colores, planchas de hierro, moldes de cabezas, etc. Y engarzado en este linaje, me encuentro yo, su nieto Pedro. Recuerdo que me gustaba mucho jugar con mi vecino Cristino y por eso solía visitar a menudo su casa. Me llamaban mucho la atención todos los utensilios de dentista que tenía allí su padre. En una ocasión, mientras golpeábamos las canicas, oí a su madre cantando el Himno del Santísimo Cristo del Consuelo. Me acerqué llamado por la curiosidad hasta donde se encontraba y pude ver cómo, mientras Cristino padre le sacaba una muela con unas enormes tenazas a un cliente, su madre, que hacía de asistente, le sujetaba la mano a este cantándole el característico himno ciezano que compusiera Antonio León Piñera en 1886, sin ser consciente de hasta dónde podían llegar sus propiedades salvadoras, pues una vez sacada la muela se pusieron los tres, Cristino, su mujer y el cliente a rezar un Padre Nuestro como agradecimiento.

En cambio, no me gustaba nada visitar a mi vecino Antonio el barbero, pues siempre iba a regañadientes cuando mi madre me obligaba a cortarme el pelo. Finalmente, accedía porque por allí rondaba una de sus hijas que era muy guapa. Aunque la suerte nunca me sonreía del todo, porque la mayoría de las veces que aparecía Toñi yo estaba con la cabeza inclinada hacia abajo y no podía disfrutar de esa rubia melena que tanto la embellecía. Pero yo no cejaba en mi empeño y solía entablar conversación con ella preguntándole qué libro había leído últimamente de su otro vecino Aníbal, pues sabía que era una gran amante de la lectura y que esto la retendría durante un rato. El padre, que era de Blanca y no tenía un pelo de tonto, sabiendo el juego que me llevaba entre manos, solía afilar bien la cuchilla para que el enamoradizo no se moviera y supiera quién mandaba. Yo también era un gran amante de los libros, por eso muchas tardes de verano me sentaba en el suelo de la librería de Aníbal y me pasaba las horas leyendo. Curiosamente, a pesar de estar en la misma acera y a tan poca distancia, allí las tertulias eran distintas a las que se daban en la barbería o en la sombrerería. Reinaba lo académico con tertulianos de amplios conocimientos, que le encargaban a Aníbal libros de Derecho Mercantil, de Medicina, de Arquitectura, de poesía, etc. Libros que Aníbal conocía muy bien, pues se los devoraba antes de que se los llevaran los clientes.

Ahora, atrás ha quedado todo. Este ha sido uno de los días más tristes de mi larga vida. Esta tarde he cerrado por última vez ese escaparate al que se han asomado tantas generaciones de ciezanos.

Solo puedo comparar esta sensación de tristeza que me recorre de arriba abajo con la de los días en que murieron mis padres, aunque de eso hace ya mucho tiempo. Es la misma sensación de vacío de entonces, la impresión de que te has quedado sin algo que daba sentido a tu vida que necesitabas para que tu existencia tuviera alguna razón de ser. Y es que el abrir cada día la tienda no era una actividad mecánica, sino que era como hacer realidad cada veinticuatro horas un proyecto ilusionante, como un sueño que se cumplía cada mañana. Esa es la sensación que he experimentado durante años y años al abrir mi escaparate, ese escaparate modesto, pero que no ha dejado indiferente a nadie, pues todos los que pasaban no podían evitar la tentación de asomarse a ver la última boina recibida o el sombrero más actual o la gorra más llamativa. El escaparate de Eslava era un balcón al que todos se asomaban. maría parra2

Pero el tiempo corre, los relojes no se detienen y así han pasado años y años y generaciones y generaciones…y ha llegado el momento de cerrar, cerrar no solo una tienda, sino también una ilusión. Porque este comercio no era solo para mí mi lugar de trabajo, mi medio de vida, era algo más, mucho más, era lo que daba sentido a mi vida. En aquellos tiempos en que todos los hombres llevaban cubierta la cabeza, la demanda de mis sombreros, gorras o boinas era casi incesante, especialmente cuando llegaban los primeros fríos.

Conocía al dedillo las dimensiones de las cabezas de tantos ciezanos, al igual que sus gustos y preferencias, algunos muy personales y casi estrambóticos. Y poco a poco muchos de ellos pasaron de ser de solo clientes a ser amigos y algunos incluso tertulianos asiduos en este establecimiento, porque a mí me gustaba tanto vender como mantener conversaciones distendidas con mis clientes, pues afortunadamente siempre tenía contertulios con los que pasar las tardes sin apenas darnos cuenta.

Es una de las cosas por las que más me apena echar el cierre, por todas esas vivencias, debates y anécdotas que llenaban estos ratos inolvidables de sana tertulia. A veces, la discusión era muy viva, con posiciones bastante enfrentadas, pero nunca llegamos a cortar ese hilo de amistad y aprecio que nos unía. De vez en cuando, algún joven entraba a la tienda y no podía resistir la tentación de quedarse un rato escuchándonos esas vivencias y costumbres y personajes de otros tiempos que iban salpicando nuestras conversaciones. Aquellas corridas de toros, aquellas fiestas, aquellas procesiones…todo iba desgranándose en coloquios que ahora añoro. Con las palabras retratábamos una Cieza que fue y que ya no es. Una Cieza más entrañable, más recogida, más cercana. Aunque de vez en cuando aparecía por la tienda algún abaranero, pues tenía algunos clientes del pueblo vecino y entonces la conversación giraba en torno a ese pueblo, pues nosotros lo conocíamos muy bien, ya que no había fiestas de Abarán a las que no nos desplazáramos los amigos. Y, por supuesto, a sus corridas que eran famosas en toda la región, pues la plaza se anunciaba como “la de más solera de la provincia”. Y más de uno habíamos intentado coquetear con alguna abaranera en ese paseo de la Ermita de San Cosme y San Damián tan sugerente y más en días de feria en torno a ese sorbete tan delicioso y cautivador que hacen en Abarán como en ningún otro sitio del mundo.

Pero los tiempos mandan y ya solo nos queda el recuerdo de un tiempo lejano y cercano al mismo tiempo, en el que las tiendas tenían historia, tenían alma, tenían vida.

 

 

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