La segunda parte de la mano visible, por José Antonio Vergara Parra

La mano visible (segunda y quizá penúltima parte)

Derribado el muro de Berlín, y conocidos sus devastadores efectos, el capitalismo quedó como el menos malo de los sistemas. Percepción que bascula entre un moderado optimismo y la resignación, dependiendo del ciclo económico concreto en el que emita el veredicto. Pocos se atreven a cuestionar el basamento y sustento del sistema capitalista. Se ha creado algo así como un magma viscoso que se desliza, lenta aunque inexorablemente, en un único sentido, arrastrando con él cuánto pilla a su paso.

Espíritus muy libres, con una solvencia intelectual incuestionable, han depauperado muy acertadamente las maldades de un sistema, el capitalista, que, bajo el influjo de una felicidad amañada, sólo cosecha esclavos. Me refiero, claro está, a la peor versión del capitalismo; a la que pugna por imponerse una y otra vez y que nunca desfallece. Un sistema económico únicamente atareado en el máximo beneficio posible, y que desdeña cualquier daño colateral. Amasan fortunas con las que comprar voluntades y moldear opiniones. Marcan tendencias y gustos. Hasta se han tomado la molestia de decirnos qué es el éxito y qué el fracaso. No quieren obreros con quien repartir plusvalías justas sino piezas, de obsolescencia temprana, fácilmente sustituibles. Seremos útiles mientras quede jugo por exprimir y, alcanzada la debida deshidratación, que el destino se apiade de nosotros. Como ya nos advirtieron algunos pensadores, esa maldita mano invisible utiliza la herramienta de persuasión más eficaz: el miedo. Inoculan miedo en forma de veladas advertencias o descaradas amenazas. Utilizan argucias ideadas por tontos útiles al servicio de la causa. Cuelgan una zanahoria que se aleja tanto como nos acercamos; una y otra vez, nos invitan a salir de nuestra zona de confort como si la vida hubiere de ser una permanente incomodidad; incluso nos meten al dichoso queso suizo de por medio. Parece evidente que hay quienes no están cómodos en sus casas. Búsquense algo con que entretenerse o váyanse a hacer gárgaras.

Reconozco, como es natural, que la excelencia y el esfuerzo deben ser recompensados, lo que no es sólo juicioso sino necesario. De lo contrario, la igualdad mal entendida acabaría con las innatas capacidades del hombre que han servido para hacer un mundo mejor. Pero les hablaba de otra cosa; acaso de esa mórbida costumbre de algunos por hacer de sus semejantes meros peones al servicio de fines desproporcionados.

Consumimos, luego existimos. He aquí la cuestión, Sir Willian. A ver quién la tiene más grande; la casa, digo; o el coche, o la tontuna. Una vez hipotecados, habremos renunciado a nuestra soberanía, a nuestra libertad. Nuestros acreedores podrán sentarse a la sombra para recoger plácidamente sus frutos. Habremos sucumbido a una felicidad tan efímera como avasalladora. Nuestro tiempo será de ellos; habremos de emplearlo en trabajar de más para pagar cosas que, con mucho, nos proporcionaron un fugaz e ilusorio bienestar.

La vida es difícil. Lo sé. Mas nos empeñamos en añadir problemas innecesarios a los inevitables. Debemos trabajar; también lo sé; lo suficiente para dispensar una vida digna a los nuestros. Estamos obligados a dar lo mejor de nosotros, haciendo del trabajo un servicio a los demás. Los frutos vendrán por añadidura y en las proporciones suficientes.

Que yo afirme estas cosas, aún sin haber saboreado las mieles del exceso, podría ser poco relevante. Steve Jobs, el acaudalado fundador de Apple, murió de un cáncer de páncreas a la edad de cincuenta y seis años. En su lecho de muerte, nos contó cosas muy interesantes. He aquí un pequeño extracto:

He llegado a la cima del éxito en los negocios.  A los ojos de los demás, mi vida ha sido el símbolo del éxito.
Sin embargo, aparte de mi trabajo, tengo pocas alegrías. Al fin y al cabo, la riqueza no es más que un hecho al que estoy acostumbrado. Atesora tu amor por la familia, el amor por tu esposo o esposa, el amor por tus amigos. Cuídate y preocúpate por los demás.”

Pasear con la cabeza bien erguida y apoyar la conciencia en la almohada no paga facturas pero infla el alma, lo suficiente como andar tirando. Cuando pienso en el futuro, en ese futuro incierto aunque soñado, veo pocas cosas. Necesitaré un pequeño utilitario para acercarme al mar; unos auriculares para escuchar música mientras paseo; un buen libro y una hoja yerma en la que desparramar quejíos y esperanzas. Quizá me anime a pescar mientras la naturaleza serena mi espíritu. Necesitaré a mis amigos, a los que me estiman por lo que soy y no por quién soy o por lo que tengo y, sobre todo, necesitaré a mi familia, por quienes respiro y suspiro; a mi mujer y a mis hijos, por regalarme una felicidad increíble y apenas imaginada.

No necesitaré más. Nunca lo necesité, como nunca estuve dispuesto a sacrificar la vida para perderla. No vayan a un mercado en busca de estas cosas. Habrán de ganarlas cada día pues en esa lucha se haya la verdadera esencia de la vida.

 

 

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