Entre molinos y flores, por María Parra

Entre molinos y flores

Queridos lectores,

es embriagador contemplar desde estas alturas la grandeza del paisaje multicolor en toda su plenitud que posee nuestro valle. Nadie como yo puede gozar de esta alfombra tan sugerente en que se transforman los campos de Cieza en esta época. Nadie como yo puede empaparse de este arcoíris de ensueño con que la naturaleza obsequia cada año a los sentidos.

Y es que desde arriba el paisaje se otea en toda su amplitud y belleza.  Y no solo el paisaje, también las personas y las calles y hasta las ilusiones y las frustraciones, los afanes y los desengaños, los amores y los desamores…desde arriba se divisan con mayor precisión y exactitud.

Y en estos tiempos desde arriba, junto al sugerente paisaje de los alrededores de este pueblo que cobijo y resguardo, salpicados de colores en diversas tonalidades, en estos preludios de la primavera, observo un movimiento en estos últimos años que antes no era habitual. Desde siempre se ha visto en esta época a los agricultores realizar sus trabajos en el campo mimando ya esas flores que son la promesa coloreada de un fruto que se espera con ansiedad.

Pero, sin embargo, con la creación de la “Ruta de la Floración” es diferente el panorama que se observa desde este montículo, ya que ahora aprecio un movimiento incesante de vehículos que recorren los caminos serpenteantes de nuestros campos insuflando vitalidad y dinamismo al valle.

Pues de ellos salen gentes de lo más variopinto, que se van adentrando entre los fértiles bancales y quedan boquiabiertos por el colorido en el que se envuelven los árboles en este tiempo, componiendo un mosaico digno de ser inmortalizado por el más famoso pintor o fotógrafo.

Son, sin duda, turistas que acuden desde todos los puntos de nuestra geografía a esta fiesta del color cada año, vestidos de las más variadas indumentarias, aportando también en su variedad otro toque de color a este paisaje, ya de por sí sobrecargado de tonalidades diversas.

Pero, entre tantos visitantes foráneos, desde esta mi Atalaya distingo a alguien que es muy diferente al resto, que se hace notar entre la multitud, no solo por su aspecto e indumentaria, sino porque viene montado en un caballo algo famélico y desnutrido, de trote abatido. Es un hombre alto, desgarbado, de una madurez ya avanzada, con semblante serio y mirada desconfiada. Cubre sus finos huesos con una armadura destartalada que suena como el estropicio de una chatarrería cada vez que se sube o se baja de su fiel Rocinante. Se le conoce por Alonso Quijano, aunque sueña con ser nombrado como Don Quijote, el caballero de la triste figura.maría parra

Este forastero llegó a nuestros floridos campos desde el norte, desde tierras manchegas y, sin duda, ha quedado admirado por este baño de colores de nuestras tierras, que no tiene parangón en su tierra de origen, donde apenas hay rastro de color en las sembraduras, sino simplemente un paisaje llano y uniforme.

Es verdad que la armadura que lo viste no está muy brillante, sino que denota ya bastante desgaste y hasta oxidada parece por algún rincón, pero le faltan pocos detalles. Lleva su visera y celada que no dejan adivinar su cara, aunque, al levantarse la visera se presiente un rostro fino, de nariz aguileña y de barba grisácea y poco poblada. Hombreras, guanteletes, rodilleras, espuelas… no le faltaba nada para presentarse como un caballero medieval dispuesto para correr mil aventuras y hasta dar su vida si fuera necesario.

Pero no es solo su estrambótica apariencia lo que deja extrañados a los paseantes, sino también la forma de dirigirse a ellos, pues los llama “vuesas mercedes” y emplea un lenguaje del que apenas entienden nada.

El personaje se esforzaba por demostrar la autenticidad de su aspecto y lenguaje y, al reunirse a su alrededor un grupo de gente de la que había venido a ver la floración de Cieza, les confesó que iba en busca de un escudero que le acompañara a enfrentarse a esos gigantes de los que le habían hablado que se encontraban en un paraje llamado Ascoy. Los paseantes no salían de su asombro e iba creciendo en ellos la sensación de que era un perturbado y estaban dudando de si llamar o no a la policía para que se hiciera cargo de él. Pero, conforme lo iban escuchando, experimentaban hacia este original personaje un sentimiento de cariño y ternura.

Finalmente, los visitantes debieron cortar de manera abrupta la conversación, pues el caballero manchego se explayaba relatándoles las aventuras que había corrido y los gigantes a los que se había enfrentado y, sobre todo, la enorme belleza de la dama de la que estaba locamente enamorado, a la que llamaba Dulcinea. Y es que, aunque era un espectáculo oírlo hablar mientras escenificaba la bravura de sus batallas o se deshacía recitando versos, que expresaban sus anhelos de volver pronto junto a su amada, ellos habían venido a disfrutar del paisaje y a dejarse envolver por él mientras paseaban por en medio de este mosaico multicolor que forman los campos en esta época.

Antes de despedirse, el extraño jinete les pregunta cómo se llama este sitio y ellos le responden que “Cieza”, pero el caballero les corrige, algo airado, y afirma que están equivocados y que este entorno tan florido y hermoso es la ínsula Ciezataria, verdadero vergel y lugar fértil que será la envidia de hidalgos y caballeros. Ellos lo dejan enmarañado en su discurso acompañado de múltiples aspavientos y reemprenden la caminata entre rosados y blancos.

Acabado el discurso, Don Quijote, vuelve a montar sobre su Rocinante, y continua su camino dejándose conquistar por el aroma a frutales, mientras se embebe de esta explosión de rosados, fucsias, lilas y blancos que nunca había tenido ocasión de contemplar. De repente, aligera el paso y con trote rápido, se dirige a librar batalla feroz contra unos gigantes que, según él, lo desafían desde lejos. Pero antes ha de encontrar a su escudero. Por allí andaba Pascualón, un feliz agricultor que nunca cejaba en su empeño de tener su finca bien arreglada. Vestía con ropa de faena y con un gran sombrero de paja algo deteriorado. A pesar de ser un hombre robusto, Pascualón se movía con agilidad manejando la azada o el rastrillo mientras mordisqueaba algún tallo seco.

Mientras se dirige hacia él, Don Quijote soporta algunas burlas y chanzas de las gentes que han venido a contemplar esta alfombra de flores y que nunca imaginaban que, entre los caminos, se encontrarían con un ser tan especial y raro y, de vez en cuando, detienen al caballero de la desvencijada armadura para hacerse fotos con él. Pascualón, advierte el alboroto, pero cegado por el sol, continua su tarea sin prestar atención a aquellas voces que armaban tanto revuelo. Ensimismado en su faena, no se percata de que finalmente tiene detrás a Don Quijote, lo cual le cuesta un gran susto, pues no esperaba visita, y menos de tan extraña magnitud.

Convencido el escudero, al que le promete ser gobernador de Ciezataria, se dirigen al paraje de Ascoy, y tras colocarse bien todas las piezas de su armadura, e invocar el nombre de Dulcinea, enfila rápido en dirección a esos molinos impresionantes que allí habitan desde hace décadas con sus infinitas aspas, con la intención de pelear con esos gigantes y vencerlos con sus armas y su valor. Espolea a su caballo y embiste con toda la fuerza de que es capaz, lanza en mano, cabeza cubierta, espuelas bien sujetas se aproxima a su enemigo hasta que el choque con la columna de uno de los molinos es brutal y fruto de él, cae al suelo malherido, quejándose al mago Curilambro por haberle traicionado transformado los gigantes en molinos.

Por suerte, pasaba por allí un grupo de paseantes que contempló la escena y se dispuso a ayudar al escudero que intentaba auxiliar al extraño personaje. Consiguieron descubrirle la cara y se asustaron porque estaba ensangrentada.  Sin dudarlo, avisaron al 112 que llegó en unos pocos minutos. Mientras, el personaje se quejaba amargamente y no cesaba de nombrar a una tal Dulcinea de la que ellos no tenían noticia.

El pobre escudero no daba crédito, jamás habría pensado que habría ganado una ínsula y vuelto a perderla en tan poco tiempo, así que abatido dejó al que había sido su señor por un breve espacio de tiempo, y se volvió a sus tierras de las que se arrepintió de haber salido. Pascualón inmerso en sus pensamientos, comenzó a caminar de regreso, mientras a sus espaldas el pobre Don Quijote, había cambiado a Rocinante por una camilla de la que colgaba su brazo derecho, no más herido que su alma. Los médicos del Hospital Lorenzo Guirao no daban crédito a tal suceso y dieron por embustero al camillero, quien entre dientes les dirigió maldiciones y palabras malsonantes mientras salía a recoger a otro accidentado, pero esta vez por un suceso mucho menos extraordinario.

El pobre Don Quijote, que con el golpe la cabeza se le había quedado aún más trastocada por dentro de lo que ya estaba, confundió a una enfermera con su bella Dulcinea, y fue tanta la alegría y el consuelo que ello le provocó, que no dudó en recitarle unos versos:

“Mi señora Dulcinea,

yo del aire estoy celoso,

que hasta el aire te desea.

Mi señora Dulcinea,

Dulcinea del Toboso.

 

Por tu culpa, Dulcinea,

he perdido la razón.

Le ganaste la pelea,

a mi loco corazón”. 

Y entre verso y verso pronto entró en un sueño profundo que lo volvería a llevar a enfrentarse con los gigantes de Ciezataria, pero esta vez sería él el vencedor.

Mientras tanto, los colores, que tanto habían deslumbrado al noble caballero, se iban apagando lentamente, para dar paso a esa otra paleta de colores enigmáticos que siempre trae la noche.

 

 

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