El buen samaritano
Rodearse de personas humildes, (¡qué sabiduría esta!) es un ejercicio de distensión que gratuitamente nos puede sanar la mente y el alma. Nunca he leído un libro de autoayuda, ni nunca he practicado ejercicios de relajación porque cuando la vida asfixia, a veces inexplicablemente, y la respiración no ayuda, solo nos quedan dos opciones: recurrir a la química y comprobar con el paso de los días que el estrés solo nos mata si nos empeñamos en querer seguir angustiados en los más hondo de nuestro ser. Pero esto es una apreciación basada en la experiencia, no una prescripción médica para que todo el mundo la tome como un tratamiento eficaz, ya que cada cuerpo humano es un misterio tan complejo que evidentemente necesita del estudio de un profesional para que se prescriba de la manera más beneficiosa su recuperación.
Sin embargo, hay prácticas gratuitas y muy saludables que todos deberíamos experimentar, no solo por nuestro bienestar, sino por mantener en vilo la esperanza de que un mundo mejor es posible. Se trata de una especie de medicina alternativa que supone unas prácticas que no precisan de fármacos, sino del más estricto sentido común y de la actitud sensata de rodearnos de las personas que valen la pena, no por lo que aparentan ser, sino por todo aquello que hacen sin hacer ruido y sin querer destacar; siempre desde la discreción y desde la conformidad de que todos merecen ser ayudados y de que nadie es imprescindible en esta vida.
Nos quejamos continuamente de una sociedad tóxica, que aumenta su capacidad de reproducción por momentos. Al menos, es lo que dicen nuestros mayores, los más sabios de nuestro entorno, que la vida ahora ha cambiado mucho, que las personas no son ni tan solidarias ni tan buenas como lo fueron antes y que vivimos perturbados por lo que tiene el vecino o creyendo la milonga que en más de una ocasión nos cuentan con el rollo de “soy, tengo y puedo”; una filosofía de vida a la que si no se le hace caso omiso, acaba desequilibrando nuestro orden natural. Y es que ahora la gente en la mayoría de los casos lo tiene todo y antes la vida por la falta de recursos les exigía un mayor sacrificio que los obligaba a conformarse con poco, por lo que ser humilde era el pan suyo de cada día.
Sin embargo, hoy ser humilde ya no está de moda. Los pilares que han de sustentar nuestro día a día son el respeto, la humildad y la honestidad y aunque todo el mundo airea ese intento de labrarlos en su día a día, es cierto que siempre hay fugas por donde estos se escapan. Hoy la gente no se alegra por el bien del prójimo, se respira demasiada hipocresía y aunque muchos se den golpes de pecho y entonen el mea culpa difícilmente reconocen sus errores, alardeando de una perfección bastante cuestionable.
Ahora que son días de Semana Santa, días de penitencia (mejor la que sale del corazón que la que nos dicta la religión) y días de intentar ser mejores personas aunque el resto del año todo nos importe un bledo, además de ir a ver las procesiones y demostrar en muchos casos una devoción o fe que es más producto de la apariencia que de lo que se siente de verdad, habría que leer la Parábola del buen samaritano (Lc 10, 29-37), ya que esta nos enseña a alejar esa preocupación individual y a prestarle más atención a los demás, compartiendo nuestro tiempo y tesoros (talentos y posibilidades vitales) con el prójimo con el fin de ayudarlo a que prospere en todos los campos de la vida a la par que uno mismo, pero siempre desde la discreción y desde la humildad que tanto nos engrandece sin necesidad de proclamarlo a los cuatro vientos.
Y es que hay un sector de la sociedad que sí se ha empapado de la idea de ser un buen samaritano, es decir, esa persona cuya misión es custodiar el sufrimiento de los demás, sacando siempre su pañuelo para secar las lágrimas de otro, aunque las suyas también quemen. No hay día que no luche por arrancarle a sus semejantes una sonrisa y todo sin ánimo de lucro porque sabe que la mejor recompensa es comprobar que todos tienen el mismo derecho a disfrutar.
Esos samaritanos y samaritanas son las personas con las que debemos relacionarnos; y para serlo hay que actuar como sabios, dosificando dicha actitud entre todos los que estén a nuestro alrededor para que nadie se sienta inferior, sino a la misma altura, porque como dijo Gandhi, “no es prudente estar demasiado seguro de la propia sabiduría. Es saludable recordar que el más fuerte puede debilitarse y el más sabio puede equivocarse”.