Despotismo ilustrado, según José Antonio Vergara Parra

Despotismo silencioso

La democracia sustantiva está en claro peligro. Siempre lo ha estado pues no han faltado enemigos y detractores que, desde que aquella se abriera paso, la combatieran por tierra, mar y aire. Y por vías manifiestas o veladas.

Las hostilidades responden a varias razones. Económicas, tiránicas y vesánicas, fundamentalmente. La democracia real es un enemigo a abatir pues representa el obstáculo último para depredadores económicos, déspotas y orates. En el mundo razonablemente civilizado en el que hemos tenido la fortuna de nacer, las pistolas han caído en desuso. Es un avance. Tremendamente significativo. Mas las espadas, en términos tan metafóricos como eficaces, siguen en todo lo alto. No se me escapa que el título que prologa este artículo es duro pero intentaré justificar su pertinencia.

La democracia (cuyo embrión se sitúa en ciudad-estado ateniense, en el siglo VI a.C.) ha sido, de largo, la menos mala de las aportaciones intelectuales para restituir al hombre un derecho natural que jamás le debió ser negado. Todo ciudadano, por el simple hecho de serlo y en tanto integrante de la comunidad a la que pertenece, tiene el derecho a intervenir en los asuntos que le conciernen que, a la postre, son todos. Descartado el régimen asambleario por materialmente irrealizable, nos queda el representativo.   Lo diré de otra manera. La democracia es la única senda por la que podemos caminar ilusionados. Pero la democracia no es un regalo sino, ante todo, una conquista permanente que, para su buen fin, exige la concurrencia de baluartes irrenunciables. A saber.

La plena separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Desde su formulación por Montesquieu en su obra “El Espíritu de Las Leyes”, han convivido dos fuerzas opuestas aventadas por idénticos cínicos. De puertas para fuera, todos asumen sin reservas este principio, pero no son pocos los que, llegados al poder, hicieron lo posible por malograr, de facto, su verdadera esencia. España es un claro ejemplo de ello pues nuestra Justicia está maniatada desde la promulgación de la infausta Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985. A la Justicia no sólo le concierne la administración de la Ley y hacer cumplir sus resoluciones sino, también, la fiscalización (al amparo de la legalidad vigente) de la acción de los otros dos poderes: el ejecutivo y el legislativo. La Justicia vendría a ser un contrapeso insoslayable para evitar el exceso o desviación de poder o la conculcación de la Ley por parte de los otros dos poderes del Estado.

El imperio de la Ley y la igualdad de todos ante ella.  Si bien hay vestigios más antiguos y primarios, podríamos decir que el Derecho romano fue el que, para Occidente, supuso un antes y un después. Desde la Ley de las XII Tablas hasta la compilación jurídica auspiciada por el emperador Justiniano en el siglo VI d.C. (El Corpus Iuris Civilis), el derecho romano sentó las bases de lo que sería el derecho moderno de medio orbe.

En el mundo digamos civilizado, el derecho ha evolucionado de la mano de la democracia pues ambas realidades son indisociables. La Ley no es Ley por el mero hecho de estar compilada y promulgada; necesita de un ingrediente capital: su legitimidad. Y sólo en el sufragio igual, directo, libre y secreto podemos hallar el origen primigenio e insustituible de su licitud. El derecho, por tanto, vino para dotar a la sociedad de un conjunto de normas y principios que permitiesen su convivencia pacífica y civilizada, pero también para salvarnos de nosotros mismos. Más allá de la Ley sólo hay caos y obscuridad.

Al legislador, en tanto mandatario de la soberanía popular, le compete la elaboración de las leyes que, para su perfeccionamiento, han de tramitarse conforme al procedimiento establecido y, además, tener vocación de ecuanimidad. Es decir, las leyes deben emanar del órgano legitimado para ello, respetar el procedimiento establecido al efecto y, teleológicamente hablando, ser equitativas. La delimitación conceptual de la equidad no es pacífica pero el poder legislativo está llamado a intentarlo con cuanto conocimiento y honestidad les sean posibles.

Este itinerario, dificultoso y delicado, será baldío si los textos legales y la administración de justicia no garantizan la igualdad radical de todos los ciudadanos ante la Ley que, hoy por hoy, está comprometida. Los tentáculos de determinados justiciables, los afrentosos intereses de algunos gobiernos y la connivencia de de la fiscalía general del Estado y/o de determinados togados, han consumado vistosos casos de desigualdad ante la Ley; al menos, para quien quiera ver y oír. Los indultos a los sediciosos catalanes o la impunidad del rey emérito por hechos bien conocidos que han prescrito convenientemente y/o sobre los que no se ha querido indagar, son dos claros paradigmas de esto que les digo. En un horizonte cercano asoma una previsible amnistía a los condenados del llamado procés. El Hidalgo de rocín flaco nos lo previno: “Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.

En este caso no atisbo clemencia sino recíprocos provechos. Tíldenme de ingenuo si así lo desean, pero, tal como yo lo veo, el justiciable ha de comparecer ante la diosa de la Justicia desprovisto de medallas o linajes. Desnudo de panas o sedas. A la Justicia que no es igual para todos no la llamen Justicia. Una mascarada de minuciosa liturgia sería una definición más atinada.

Monarquía parlamentaria versus república. Nada personal tengo contra Felipe; todo lo contrario. No tengo el placer de conocerle, pero le tengo por persona de grandes dones y virtudes. Pero no es ésta la cuestión. Las monarquías parlamentarias son, para cualquier democracia, un anacronismo inaceptable. Por mucho que la Constitución avalase la voluntad de Franco explicitada en la Ley de Sucesión, toda democracia que se respete a sí misma necesita de la república en un doble sentido. En primer lugar, porque el primero o primera entre todos debe salir de las urnas y no de las alcobas. Es una cuestión estética, ética y, llegado el caso, profiláctica pues será el pueblo, y no el contubernio palatino, quien tenga la última palabra. En segundo lugar, necesitamos de una república que esculpa en piedra los principios capitales de una verdadera democracia; indelebles a modas y modismos, rocosos y férreos frente a todo intento de agresión. No está nada mal la divisa de la república francesa: “Libertad, igualdad y fraternidadpero, por mi animadversión al excesivo uso de la guillotina y mi querencia por lo doméstico, me quedaría con ésta:

«Aunque el otoño de la historia cubra vuestras tumbas con el aparente polvo del olvido, jamás renunciaremos ni al más viejo de nuestros sueños». (Miguel Hernández)

Pueblo y democracia son dos sinónimos perfectos y si ha habido un poeta del pueblo, ése fue Miguel Hernández. Sería una sintomática manera de prologar la nueva constitución republicana y que la voz del poeta, acallada como tantas otras a deshora, resonara más fuerte que nunca, dando reposo a todas, insisto, TODAS las almas doloridas y espíritus inquietos.   

Libertad de prensa y cultura. La democracia no sólo precisa de fiscalizaciones institucionalizadas sino, también, del escrutinio permanente de la prensa. Una prensa diversa y plural que dé voz a todas las sensibilidades e ideales de una sociedad, igualmente diversa y plural, como la española. Pero, para no pecar de candidez, debemos denunciar la realidad actual. Las líneas y métodos editoriales de los principales medios escritos y audiovisuales rehuyen de la búsqueda de la verdad para sucumbir a meros intereses crematísticos. El alegato numantino de unos determinados ideales debe hacerse desde la honestidad intelectual y exploración de la autenticidad. Corren tiempos de medios balcanizados, de titulares tendenciosos y capciosos que, tras de sí, remarcan informaciones banales y silencian las principales. Y todo por servir a sus respectivos mecenas.

Las responsabilidades andan compartidas pues si los medios tienen la suya, los consumidores de información tenemos la nuestra. Estamos compelidos a educarnos y formarnos lo suficiente como para poder separar el grano de la paja. No nos engañemos. Frecuentamos los medios afines e ignoramos los díscolos. Craso error pues tan pernicioso es la aceptación indiscriminada de lo conocido como el desprecio de lo inexplorado. La sociedad será tanto más libre cuanto más ilustrados ejercientes lo sean sus ciudadanos. De ahí que tirios y troyanos, sin sucumbir al desaliento, hayan devaluado la educación pública hasta límites muy preocupantes. El poder quiere dócil rebaño y no rabadanes con criterio.

La democracia no puede consistir en la exhumación de las urnas cada cierto tiempo. En absoluto. El poder ha tenido, tiene y tendrá una perniciosa tendencia a la desmesura y desviación y, por ello, precisa de un testeo permanente de los medios, agentes económicos y sociales, y sociedad civil.

Podría seguir, pero no quiero extenderme mucho más. Acaso un par de puntualizaciones. Para no suscitar erróneas creencias, quisiera recordar lo que ya he dicho en más de una ocasión. La república que anida en mi mente y en mi corazón difiere de la que muchos llevan en sus cabezas, cuando no en sus vísceras. Mi república carecería de numeración ordinal y de pronombres posesivos pues ni sería la tercera ni sería la suya (la de ellos) Sería la de todos.  La de todos aquellos, claro está, que aceptasen las reglas del juego y no jugasen con las cartas marcadas. La de todos aquellos, insisto, que de las sombras y luces de la Historia común alumbraran magisterio y no guadaña.

Llamé a esta reflexión despotismo silencioso porque los principales indicadores de la democracia real están en claro retroceso y porque el poder, que es siempre delegado y temporal, es instrumento para el bien y no un fin en sí mismo. Daría por bueno un apaciguado y concurrido paseo en la buena dirección pues la democracia, como casi todo lo bueno de esta vida, es camino y no mancebía. Lo olvidaba, Majestad. De presentarse usted a la presidencia de esa república por mí soñada, tendría usted mi voto. No imagino mejor reconocimiento para usted ni mayor honra para la más alta cancillería del Estado.  No sé si me explico.