Carthaginensis fue una de las provincias romanas de Hispania de mayor extensión, sede episcopal y motivo de disputa de los pueblos que pasaron por España. Además de poseer distintos gobernantes, también tuvo diferentes nombres a lo largo de más de 400 años de existencia
Javier Gómez
La milenaria Qarst Hadasht, el nombre cartaginés de la actual Cartagena, fue durante tres siglos la capital de una de las provincias imperiales romanas pertenecientes a la Diócesis Hispaniarum. El ocaso cartaginés tocó a su fin en la II Guerra Púnica. En ella se dirimió la supremacía del mundo occidental. En el siglo III a.c., dos colosos luchaban por dominar el mundo conocido y el Mare Nostrum. Por un lado, la potencia, heredera de los fenicios, que había sido la dueña y señora del Mediterráneo en los últimos siglos y por otro lado, el nuevo imperio emergente: Roma. Los cartagineses, partiendo de su tierra natal en las actuales costas libanesas, llevaron su cultura hasta el Mediterráneo Occidental. Ensancharon su poder de punta a punta del mar que unía a los pueblos europeos. Aunque Aníbal provocara el pánico entre los romanos con la invasión de la península itálica, reflejada en la célebre frase “Aníbal ad portas”, finalmente, Escipión “el Africano” conquistó Qarst Hadasht y expulsó a los cartagineses de Hispania. Una lucha de titanes, que se ha repetido a lo largo de la historia mundial con distintos países que aspiraron a la hegemonía internacional, de la que salió vencedora Roma. Todo ello supuso el declive de la ciudad portuaria hasta que el emperador romano Diocleciano decide crear la provincia romana de Carthaginensis. Posteriormente, tras la caída del Imperio Romano de Occidente, pasaría a ser provincia bizantina, denominándose Carthago Spartaria, hasta su desaparición definitiva a manos del rey godo Suintila. De este magnífico recorrido histórico es del que queremos hablar.
La creación de la provincia
La división territorial de la Hispania romana pasó por distintas fases a lo largo del período de dominación latina. En un principio, la península fue dividida administrativamente en dos provincias: la Citerior y la Ulterior. Posteriormente, el número fue ampliado a tres, y los nombres cambiados: la Tarraconensis, la Lusitania y la Baetica. Finalmente, bajo el mandato del emperador Diocleciano, en el año 298 d.c. se dividió el Imperio en 95 provincias, y en Hispania, como consecuencia de ello, se vio ampliada el número de provincias a cinco: La Tarraconensis, la Baetica, la Gallaecia, la Lusitania y la Carthaginensis, ésta última era producto de la escisión de la Tarraconensis y comprendía las zonas actuales de Murcia, parte de Valencia, la zona oriental de Andalucía, gran parte de Castilla-La Mancha, Madrid, las Islas Baleares (que al siglo siguiente se separó para formar una provincia por sí misma) y el sureste de Castilla-León. Era, por tanto, una extensión considerable para una provincia nueva cuya capital, como no podía ser de otra forma, se estableció en Carthago Nova.
La provincia tenía su origen como circunscripción territorial en la catalogación de conventus iuridicus cuando pertenecía a la Tarraconense. Con la adquisición de su nueva categoría provincial alcanzó, también, el grado de provincia eclesiástica. La formación de la Carthaginensis revitalizó enormemente a Carthago Nova. Con el nuevo rango de capital de provincia imperial aumentó el comercio y el prestigio de la urbe. Además, la paz se alió con los habitantes de la Carthaginensis y del resto de Hispania. Desde el año 206 d.c. hasta el 409 d.c. se vivió un periodo relativamente tranquilo que hizo florecer la economía. Sin embargo, el colapso del Imperio Romano de Occidente se avecinaba y en el siglo V se sucedieron las invasiones de vándalos, suevos y alanos que saquearon Hispania. En el 441 d.c., Réchila, rey de los suevos, conquista las provincias imperiales de la Baetica y la Carthaginensis y, aunque fue reconquistada por Roma, sería nuevamente arrasada en el 456 d.c. El último coletazo de Roma fue el intento de reconquistar el norte de África, en poder de los vándalos, armando una flota con base en Carthago Nova. La batalla naval, en el 461 d.c. en aguas cartageneras, supuso la victoria vándala y la confirmación del declive imperial. Todo ello hacía presagiar el final del poder romano en la zona, que se vio refrendado con el definitivo establecimiento de los visigodos, que mantuvieron la provincia con la división territorial impuesta por los romanos. El Imperio Romano de Occidente, tras largos siglos de dominio sobre el mundo conocido, dejó de existir. Los pueblos germánicos (como es el caso de los visigodos) afines a Roma, que fueron contratados para repeler las invasiones de las otras tribus germánicas, decidieron que combatirían las ofensivas, pero no para devolverles el poder a los romanos, como estaba pactado, sino para quedárselo.
Carthago Spartaria: los romanos de Oriente
La antigua provincia, durante más de un siglo, volvió a estar bajo control romano. Sin embargo, esta vez ya no podía ser dependiendo de Roma propiamente dicha, pues ya no existía, sino a cargo de los supervivientes del Imperio Romano, los bizantinos de Oriente. Desde Constantinopla llegaron las tropas del emperador Justiniano I y, aprovechando el caos reinante ocasionado en la península con el cambio de dueños y las sucesivas invasiones de pueblos germánicos, se apropió de una considerable extensión. La Carthaginensis ya no llegaría hasta las tierras de la actual Castilla-León. Tampoco formarían parte de ella las contemporáneas Madrid y Castilla-La Mancha. A cambio ganaría terreno por todo el sur de Hispania. La nueva provincia comprendería los territorios que se extienden desde el Algarve portugués hasta Alicante, y cambiaría de denominación para llamarse Spania. La capital también permutó de nombre, se la conocería como Carthago Spartaria.
Pero después de un siglo de constantes guerras con los visigodos, los bizantinos cederían posesiones por la presión de Leovigildo y, finalmente, serían expulsados por Suintila en el 622 d.c. Este último rey godo destruiría la legendaria ciudad. Después, la provincia pasaría a integrarse en el orden territorial visigodo. Finalmente, en el 711 d.c., tras la conquista árabe de la península dejaría de existir. Así pues, 400 años después de su creación, y después de sufrir distintas modificaciones territoriales y señoriales, la provincia imperial desapareció.
Provincia Eclesiástica
La proclamación del cristianismo como religión oficial del Imperio Romano, en el 313 d.c., trajo consigo la introducción de las provincias eclesiásticas en la administración estatal. Las provincias eclesiásticas coincidían exactamente con las provincias imperiales. Por tanto, en la Carthaginensis, su capital, Carthago Nova, se convirtió en la sede metropolitana a la que debían obediencia todos los obispados de su territorio.
Durante un siglo y medio, los asuntos religiosos transcurrieron con normalidad, inmersos en la época pacifica que se atravesó hasta la llegada de las invasiones bárbaras.
La problemática dentro del mundo religioso de la antigua Hispania romana se produjo, precisamente, en la Carthaginensis. Desde mediados del siglo V la provincia original quedó dividida en dos estados diferentes. Por un lado, se encontraba la zona visigoda con capital en Toletum y por el otro, se hallaba la zona bizantina con capital en la rebautizada Carthago Spartaria. Esta situación provocó grandes diferencias en el seno eclesiástico con la intervención de la monarquía, ya que en aquella época religión y estado eran inseparables. Los visigodos no estaban dispuestos a admitir la soberanía eclesiástica en su zona de una sede bizantina y Carthago Spartaria no quería perder su condición de metrópoli. Finalmente, el asunto se dirimió en un sínodo promovido por el rey visigodo Gundemaro. Las autoridades eclesiásticas decidieron que la metrópoli se trasladaría a Toletum, capital además del reino visigodo, en el año 610 d.c. De esta forma, se privó a Carthago Spartaria de su privilegio religioso. Años después, en el 622 d.c., tras la conquista de la ciudad bizantina no se restauró la sede a su lugar original. En ello también influyó el hecho de que el rey visigodo que la conquistó, Suintila, destruyó la urbe. Toletum, por razones políticas y su condición de capital del reino, terminó por ganar la disputa religiosa. Tuvieron que pasar 600 años, después de la expulsión de los musulmanes del Reino de Murcia, para que Cartagena, conocida ya de esta manera, fuese sede de la Diócesis homónima. Sin embargo, poco tiempo duró la sede en Cartagena, ya que a finales del siglo XIII ésta es trasladada a Murcia, donde permanece en la actualidad, originándose discrepancias entre ambas ciudades. Actualmente, el hecho no es tan conflictivo como lo fue antaño, ya que en nuestro tiempo religión y estado no van unidos y las prebendas por obtener la capitalidad eclesiástica no son tan beneficiosas como solían ser en el pasado.
Legado histórico y cultural
Repasando nuestra historia podemos apreciar la riqueza y antigüedad de ésta. Qarst Hadasht, Carthago Nova, Carthago Spartaria y Cartagena son las distintas denominaciones a lo largo del tiempo para una misma ciudad milenaria que fue capital de una provincia imperial romana. Cartagena y la Carthaginensis están en el origen mismo de la creación de Hispania por parte de los romanos, la unificación de todos los pueblos peninsulares bajo un único estado, y germen del futuro estado español. Los romanos llevaron a cabo la unificación peninsular, y asimilación cultural, legándoles a los hispanorromanos una lengua, una religión y una cultura comunes. Aunque durante siglos se ha atribuido esta asimilación a una mejora y avance para los habitantes de la península se realizó, como todas las asimilaciones a lo largo de la historia, a sangre y fuego. Hay aspectos positivos (avance cultural) y negativos (muerte de una cultura y diversas lenguas) en este proceso. Para bien o para mal, el resultado de ello es la propia cultura española. Y la ciudad de Cartagena fue una pieza fundamental en el proceso de unificación, lo cual nos dice mucho del bagaje cultural e histórico que albergan estas tierras.
Arturo Pérez Reverte, cartagenero ilustre, diría que somos un pueblo cainita pero valiente que siempre ha tenido la desgracia de tener unos pésimos gobernantes Vivimos una época donde vuelven a resurgir (suele suceder en épocas de crisis) ideas decimonónicas que parecían haber quedado atrás: llámese neoliberalismo o fuerzas centrífugas. Una célebre personalidad, también decimonónica aunque a caballo entre los dos siglos, como fue Miguel de Unamuno ya nos dio el remedio: el nacionalismo se cura viajando. Conocer otras gentes y otras culturas nos enriquece humanísticamente. Y cualquier enriquecimiento, cultural, humano y personal es bienvenido. Nos hará avanzar como personas y permitirá que apreciemos y valoremos en su justa medida al prójimo.
Las riquezas culturales, históricas y arquitectónicas de esta región es algo que aporta un importantísimo valor añadido a estas tierras y a estas gentes. Y eso es algo que debe potenciarse. Debemos, por tanto, ser conscientes y disfrutar de nuestras riquezas.