Arqueólogos de la modernidad, por Diego J. García Molina

Arqueólogos de la modernidad

Una damnatio memoriae era una práctica utilizada en la época imperial romana para eliminar del imaginario público a personajes caídos en desgracia. Significa literalmente, “maldición de la memoria” y los agraciados podían ser incluso emperadores, como Nerón o Domiciano; este último, el único que la recibió de forma oficial. Consistía, básicamente, en eliminar todo rastro de su obra, es decir, el borrado de su nombre de edificios públicos, inscripciones, monedas, estatuas, etc. Pero además del borrado, ¿por qué no incluir también la difamación del susodicho? En el ejemplo de Domiciano, asesinado tras 15 años como emperador, seguramente a causa de su enemistad con el senado y la aristocracia romana. En los escritos sobre su vida escritos años después lo ponen como chupa de dómine, ya que estamos con el latín. Queda tal déspota cruel, mal gobernante y un libertino, entre otras lindezas. Incluso relacionando a su esposa en la conspiración para su muerte, hechos demostrados en el siglo XX como inexactos por diferentes motivos. De hecho, autores contemporáneos a Domiciano lo halagaban constantemente, como no puede ser de otra manera, al ser el gobernante del momento y querer buscar su favor (¿nos suena de algo?). Se trataba, claramente, de un arma política. ¿De quién fiarnos pues, sino de los hechos, ya que las personas quedan condicionadas por el devenir del momento? En todo caso, no es esta práctica exclusiva de los romanos, dado que griegos y egipcios también lo utilizaron cuando convino. Como con el faraón Akenatón, quien no se le ocurrió otra cosa que intentar cambiar la religión propia para hacerla monoteísta, con resultados nefastos para su persona en años posteriores, desapareciendo, por tanto, mucha información sobre su reinado. Tienen que ir los arqueólogos deduciendo aspectos de aquel tiempo a partir de detalles de lo poco que ha quedado, y siendo todo suposiciones, con pocas certezas.

Esta forma de actuar no es característica únicamente de sociedades primitivas, se ha estado aplicando a lo largo de la historia, y así será siempre; ya saben, la historia la escriben los vencedores. La primera república española, por ejemplo, fue un completo desastre sin paliativos. Para la posteridad ha quedado la frase de su primer presidente, Estanislao Figueras, a su consejo de ministros: “Señores, no aguanto más, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros”, justo antes de coger un tren hacia el exilio. Imagínense como sería la cosa. Pues todavía hay gente que reivindica este periodo, como los cantonalistas de Cartagena. La propaganda y el adorno romántico de lo acaecido a veces es más poderoso que la realidad y la coherencia. La segunda no terminó mejor, de hecho, lo hizo de la peor forma posible: con una cruenta guerra civil de casi tres años seguida de 40 años de dictadura militar. A pesar de eso, la propaganda reciente, sobre todo a partir de la época de Rodríguez Zapatero, es lo que ha triunfado. Incluyendo leyes que nos dicen lo que tenemos que recordar y lo que no. Nadie estudia, ni lee, ni aprende de lo sucedido, solo se repiten consignas y frases hechas. A nosotros si nos ha llegado un relato medianamente fidedigno, como, por ejemplo, las memorias del presidente republicano Niceto Alcalá-Zamora o los propios diarios de Azaña; aunque son desconocidos para el gran público. Se ha sustituido la historia y los hechos por la memoria. Si en Roma tenían su maldición de la memoria, nosotros tenemos actualmente nuestra memoria democrática, una ley parcial y sesgada que condena a Juan de la Cierva, inventor del autogiro, por franquista mientras ensalza al Lenin español, Francisco Largo Caballero, como ejemplo de progresismo y adalid de la libertad; nadie pide quitar sus estatuas ni retirar su nombre de las calles, como a otros personajes nefastos de la época republicana española. Hemos entrado en una espiral de revisionismo sin precedentes donde prevalece la memoria y el recuerdo sobre los hechos históricos probados.

El otro día, pensando en todo esto, se me ocurrió que tendrán que hacer los futuros estudiosos, historiadores y arqueólogos para saber exactamente qué sucedió en nuestra época. Es increíble contemplar la narración en diferentes medios informativos del mismo suceso, la misma noticia, la misma situación, o incluso las mismas declaraciones de una persona, tergiversando lo dicho, si es necesario; ya se miente sin contemplaciones. Igual que en la época de Domiciano, solo que, en vez de poetas, son periodistas de cámara. Se halaga sin pudor a quien ostenta el poder, de la misma forma que se le despedazará cuando lo abandone y el poder cambie de bando. También es verdad que cuando tu principal fuente de ingresos es la publicidad institucional y te importa poco si vendes más o menos periódicos o tienes más o menos espectadores, la perspectiva cambia. No dejando de ser un fraude profesional, eso sí. El caso es que nos encontramos en una época donde es más complicado que nunca, y al mismo tiempo sencillo, engañar al personal. Sencillo porque nos hemos vuelto cómodos. Vemos una noticia y asimilamos que es cierta sin cuestionarnos que pueda querer condicionarnos o decirnos lo que queremos oír, sobre todo si el medio “es de los nuestros”. Sin embargo, por otro lado, tenemos a nuestro alcance, en la palma de la mano, una herramienta inédita, a la cual jamás había tenido acceso el común de los mortales: Internet. Con nuestro móvil u ordenador personal, como arqueólogos modernos, tenemos la oportunidad de buscar toda la información disponible habida y por haber; contrastar noticias y hechos con diferentes fuentes; analizar opiniones, encontrar datos que se ocultan para confundir. En definitiva, no tenemos excusa si somos estafados informativamente. Aunque claro, es una labor ardua, no es sencillo estar alerta cuestionándolo todo, utilizando la duda metódica a cada momento; mas nadie dijo que la libertad fuera sencilla o cómoda, se trata de un derecho que debemos cultivar y ganarnos a diario. No hagamos buena la frase de Salustio (hoy va la cosa de romanos): “Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos”. Es más cómodo actuar así, pero eso es seguro, también menos gratificante.