Un hombre tranquilo, por José Antonio Vergara Parra

Un hombre tranquilo

Cuesta reconocerlo pero pecamos de soberbia. Nos gusta pensar que nuestra forma de vida, ideas o creencias son las mejores. De haber confinado la arrogancia en el pensamiento de mentes estrechas, el mundo se habría ahorrado muchos disgustos. Nunca fue suficiente el creerlo; había que ir más allá para que la majadería colectiva escribiese algunas de las páginas más desoladoras de la Historia de la Humanidad.

Hoy no hablaré del dinero que, en mayor o menor intensidad, se esconde tras el suspiro de todo homínido. Aunque sólo sea por razones pedagógicas, me referiré a otras motivaciones no menos siniestras. La esclavitud, la persecución religiosa, la xenofobia, la ambición, la tiranía y el odio, verbigracia,  han propiciado los mayores dislates que el hombre pudo sospechar.  Las matanzas de cristianos por el muy civilizado y forense Imperio Romano, el genocidio semita capitaneado por aquel canijo infecto de bigote cepillesco (icono de la raza aria del III Reich), el comercio de esclavos en Oriente Medio o el más tardío en la América del siglo XVIII, las matanzas de regímenes comunistas, la aniquilación de los indios americanos o La Satánica Inquisición son claros ejemplos de esto que les digo. Pero hay muchos más pues nuestra Historia, salvo efímeros destellos de lucidez, no es más que una sucesión de crueldad e ignorancia. Nos costó lo nuestro hallar la verticalidad (austrolopithecus) y más aún la inteligencia pero los hechos demostrarían que el concepto de homo sapiens fue demasiado pretencioso. Un hombre sabio, en el sentido goethiano del término, se abre paso con escasos artificios. Un hombre sabio no desenfunda, abraza; no mata, ama; no impone, propone; no vence, convence. Con mucho, se defiende cuando no halla más salida.

Líbrenos el Altísimo de quienes nunca vacilan y andan por la campiña en actitud paternalista. El mundo llamó salvajes, herejes, mestizos, negros o infieles a los otros; siempre a los otros. Y para pulgar sus culpas, conquistamos sus tierras, esquilmamos sus riquezas, pisoteamos su dignidad o les quemamos en la hoguera.

Hace unos días atendí a un cliente marroquí. Tras regalarme una franca sonrisa, me dijo: ahora voy a orar a mi Dios para que nos proteja de este mal; para que nos proporcione salud para todos, también para ti. Aquel gesto, transparente y bondadoso, fue como una bocanada de aire fresco, como una revelación que apuntaló, todavía más, lo que siempre sentí y creí. Que Dios sólo hay uno y todos somos hijos suyos. No es Dios quien yerra sino los que no acertamos a entenderle del todo. ¿Acaso el cielo, que es único, no se empaña o brilla por aquí y por allá? ¿Acaso la lluvia no bendice o castiga a todos por igual? ¿Acaso la tierra o el mar no enfurecen a la par?

Sí. Católico, apostólico y romano soy. Por tradición y por amor mas mi Dios o es de todos o no es mi Dios.

Sean Thornton, malherido por la hiel de una gloria traicionera, regresó a su Innisfree, donde todo empezó y todo habría de terminar. Y allí, en aquel trocito de Irlanda, el bueno de Sean habría de encontrar enmienda a su aflicción y todo lo que un hombre podía apremiar para ser feliz. El amor huracanado y entero de Mary Kate, ese espíritu indómito pero entregado; aquellos ojos hermosos y limpios en los que Sean habría de perderse para encontrarse de veras. Aquel pueblecito de casas empedradas y techumbres de paja, donde el río transitaba con aguas puras y el reverendo andaba tras un salmón esquivo. Una pinta en Cohan’s  donde el mundo parecía resumirse a la mínima y más sugestiva expresión. Gentes de maneras y usanzas legadas por generaciones perdidas en el tiempo. Por fin, Mary Kate pudo alcanzar su dote y enseres, que nunca fueron cachivaches, sino mucho más, infinitamente más.

Yo, como Sean Thrornton, alguna vez marché para volver pero, en el fondo, siempre estuve en Innisfree. Hierba recién llovida, casitas encaladas con humeantes chimeneas y un torrente bien vivo. Un pueblecito de enraizadas tradiciones y leales corazones. Y, sobre todo, aquellos ojos y aquella mirada, aquesta furia y aquel abandono,  ese cabello mojado o al viento otras veces; qué más da. Y con todo ese cielo, ¿quién conquistare tierras o quién sometiese almas? Sólo los espíritus sin paz, sólo mentes indigentes encuentran sosiego ante el infortunio ajeno. Sólo los débiles hallan fortaleza en el sometimiento del prójimo. Sólo los que dudan buscan sabiduría y sólo los gentiles mezclan sus sangres.

Benditos sean los mansos y limpios de corazón. Aquí les espero, donde Cohan’s, para tomar unas pintas, donde las almas amigas y apaciguadas brindan por la vida.

En realidad, siempre quise ser un hombre tranquilo. Ahora lo sé.

 

 

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