Os presentamos un nuevo misterio literario. Atreveos a encontrar la solución al enigma y enviad vuestras respuestas a redaccion@cronicasdesiyasa.es
María Parra
Cuentan los más antiguos que el camino desde Murcia hasta La Mancha por los senderos encrespados y polvorientos del año 1612 era terriblemente largo, sobre todo para un tiro de bueyes viejos. Desde lejos, hubo quien pudo ver a aquellas bestias renqueantes por los cerros de Cieza. Habían llegado hasta allí anunciadas por el estruendo de sus cencerros y por el movimiento zigzagueante y pertinaz de sus largos rabos con los que se apartaban las moscas irritantes que sobrevolaban sobre sus robustos y mugrientos lomos.
La comitiva parecía bastante pobre, pues solo vestían con unos harapos y calzaban unas alpargatas. Eran gentes acostumbradas a la escasez y que pasaban los días sobreviviendo. El más joven de todos era el hijo del ganadero. Se trataba de su primera salida, por lo que el miedo era un ingrediente más en su talega y lo disuadía con el machete que llevaba atado en la cintura. Se había encargado de afilarlo bien antes de partir por si tenía que utilizarlo para defenderse de algún animal salvaje.
Cuando llegaron a lo alto de uno de los cerros, decidieron hacer una parada en el camino para recuperar fuerzas. Entonces fue cuando surgieron unas repentinas, agitadas y aterradoras ráfagas de viento acompañadas por un espeluznante silbido que llegaba a ser ensordecedor. Y una extensa sombra ennegrecida se hacía paso entre el ramillete de nubes que había sobre sus cabezas tiñéndolas de un inquietante color plomizo.
El sacerdote, que había organizado el traslado del Santo Cristo Crucificado, petrificado enmudeció al ver cómo las bestias se asustaban con aquel fenómeno tan insólito y cómo con el espanto blandían sus cuernos contra las corrientes, revolviéndose como si hubiesen visto al mismísimo diablo. Los pobres animales que se sentían prisioneros de su yugo, entre mugidos enloquecidos se zarandeaban para deshacerse de la carreta hasta que uno de ellos acabó dándole una coz tan fuerte que la venerable carga salió despedida entre los arbustos resecos y agrestes de aquellas tierras castigadas por la sequía. El corazón se le encogió al desdichado capellán y un profundo abatimiento lleno de temor le recorrió el interior de su cuerpo abrasándole las entrañas como si fuera una ardiente llama. Presagiando lo peor, la destrucción de la sagrada imagen, cayó de rodillas consternado, llorando sin consuelo, creyéndose castigado por la mano de Dios por todos aquellos oscuros pecados nunca confesados. Su sudor se volvió frío, sus ojos abandonaron sus órbitas para vagar lejos, sus cabellos se volvieron blancos, su piel se llenó de numerosos surcos resecos, su boca no consiguió articular las palabras de arrepentimiento que se le trababan en la garganta asfixiándolo, sus manos engarrotadas no alcanzaban a unirse para implorar la súplica y sus rodillas clavadas en la seca tierra se iban hundiendo cada vez más empujadas por el peso de la culpa.
Cuando el viento cesó en su forcejeo con la nada allí en lo alto del cerro y las nubes volvieron a ocupar su lugar, desvaneciéndose aquella sombra tan terriblemente sobrecogedora, los ganaderos regresaron con los bueyes que se habían escapado y algunos ciezanos que se había sumado a la búsqueda. Fue entonces cuando comprobaron que del sacerdote tan solo quedaba la negra sotana y el crucifijo que llevaba colgado al cuello. Parecía que se lo hubiera tragado la tierra. En cuanto al Cristo estaba milagrosamente intacto, pues, a pesar de todo, conservaba de una pieza su imagen agonizante. Fue aquello un hecho tan asombroso que finalmente el Cristo allí se quedó para siempre, despertando entre los ciezanos una gran devoción.
Desde aquel lejano y extraño suceso es el tres de mayo de cada año el día en que vibra Cieza en toda su plenitud. Todo el pueblo vive intensamente el momento en que su Santo Cristo vuelve a su ermita después de haber estado en la iglesia de la Asunción desde la tarde del Domingo de Ramos. Las voces se quedan afónicas tras cantar una y otra vez las notas de ese “Cristo bendito, gloria de Cieza…” que les sale a los ciezanos de lo más profundo de sus gargantas y de sus almas. Se entona, se vuelve a entonar y así hasta que se corona esa “cumbre” muy pequeña de altura, pero muy grande en simbolismo y valor para nuestro pueblo. Una vez allí la imagen, los cientos de devotos se van dispersando con la sensación de que dejan allá en lo alto su imagen más venerada, su consuelo más efectivo, su apoyo más consistente para seguir adelante con los afanes de la vida el resto del año.
Eso viene ocurriendo así durante generaciones y generaciones de ciezanos. Pero este año ha sido diferente, porque las gargantas no han podido cantar ni los pasos se han podido dirigir a esa entrañable ermita, ni se han podido cumplir tantas promesas hechas al Cristo por algún favor recibido, ni susurrarle tantas peticiones guardadas en el alma para que las atienda con su providencia. No, este año no ha sido posible y eso ha sido una herida en el corazón de este pueblo que tardará tiempo en curarse.
Pero, en los días siguientes, con una rebeldía y rabia interior que no les dejaba tranquilos por esta ausencia, algunos devotos, necesitados de consuelo, se han ido acercando, sigilosamente, en medio de la oscuridad, para ver a la imagen de su Cristo y para hablarle y confesar ante él tantas preocupaciones y afanes y dudas como embargan a todos en este tiempo de turbación y preguntas sin respuestas.
¿Qué pudo causar la desaparición de aquel sacerdote? ¿Su sentimiento de culpa le hizo huir de allí? ¿O realmente se lo tragó la tierra? ¿Tuvo que ver algo el hijo del ganadero en su desaparición?
¡Anímate a encontrar la solución del enigma! Envía tus respuestas a redaccion@cronicasdesiyasa.es.