En memoria de Juan Jiménez, ‘Juan el del Casino’

José Bermúdez

Hace unos días nos dejaste, dejando un vacío que nos será difícil de llenar. Fuiste el mayor de seis hermanos, y desde muy joven te desviviste por ellos para que nada les pudiese faltar. Siempre con semblante tranquilo, si se pregunta por Juan Jiménez, casi nadie te pondría cara, pero si dices ‘Juan el del Casino’ lo primero que muestran es una sonrisa y una frase que se repite una y otra vez: “Que buen hombre”.

Esta frase recoge el sentir de tu vida. Fuiste un buen hombre, tranquilo, trabajador, honesto y honrado, adjetivos que hoy en día son muy difíciles de concretar en una sola persona, y tú los reunías todos. Los últimos años fueron duros para todos, para tu abnegada mujer, Concha, y para tus hijos, Rafael, Amalia y Concha, desconocedores del abismo al que se enfrentarían una vez detectada esa maldita enfermedad. Desde esos primeros días en los que perdías la orientación y nos volvíamos locos buscándote, hasta esos momentos finales de los que no quiero acordarme y sueño con borrar de mi mente.

Han sido muchos los años tratándote, casi 40, y no recuerdo una mala palabra tuya, un mal gesto; ni tan siquiera cuando esa maldita enfermedad del Azheimer te atrapó perdiste la compostura. Hicimos de tu enfermedad una razón por la que crecer y envolverte para que nada se desestabilizase y aprendimos contigo lo duro que puede llegar a ser el no saber quiénes son tus seres queridos; aunque ellos nunca olvidaron quién fuiste tú y siempre tratamos de mostrar una sonrisa a tus incoherencias propias de la enfermedad.

Como creyente que soy, sólo puedo darle gracias a Dios por permitirnos disfrutar intensamente los últimos años de tu vida en casa. Llegaste a nuestras vidas en un momento complicado y fuiste mi eterno acompañante; sin saber quién era yo, mi capitán. Te convertiste en el centro de nuestras vidas. Ya no éramos cinco en casa: ahora somos seis; decía tu hija con orgullo. Todavía recuerdo con nostalgia esos días en la playa, lo que pudiste disfrutar sin saberlo, tus peleas con el pequeño oleaje, tu sonrisa al repetir una y otra vez: ¿Tanta agua para qué?, sin un mal gesto.

Solo despedir estas palabras repitiendo, una y otra vez, gracias y mil veces gracias. Posiblemente, me salvaste la vida sin saberlo y el ejemplo que dejaste en casa difícilmente se olvidará. Recordaré siempre esos paseos que nos dábamos, ese banco en la Plaza de España y tu cara de felicidad al ver a los más pequeños acercarse a jugar contigo: eras feliz y no lo sabías. Eternamente agradecido, hasta siempre capitán.