El tiempo que se va
“Un día te plantas en los 56 años, miras hacia atrás y es difícil explicar cómo has llegado tan pronto hasta ahí”. Hace unos días me dijeron estas palabras, no para atormentarme por el discurrir tan apresurado del tiempo, sino con el fin de mostrar por qué es imprescindible vivir sin tener en cuenta todo lo que se diga o suceda a nuestro alrededor, sin pensar en lo que puedan considerar injustamente los demás y sin tener vergüenza de nada.
La gran mayoría de las personas vive condicionada por los prejuicios que derivan de las distintas culturas o tradiciones que les han sido impuestas, bien por la educación recibida en casa, bien por los estímulos del día a día, y en este punto hay que hacer hincapié en que cada vez que la gente ve más fotos y vídeos, que circulan irremediablemente por el espacio virtual, de lo que hace el resto de los mortales en sus vidas, más quieren imitar esos patrones ideales de familias perfectas, de trabajos desorbitados, de amigos del alma, de viajes inacabables y de salidas sin hora de recogida para demostrar quién da más, sin darnos cuenta de que, mientras muchos se empeñan en mostrar una realidad que a lo mejor ni existe, el tiempo nos hace recorrer esta trayectoria a la que llaman vida en un abrir y cerrar de ojos.
El tiempo pasa y desaprovecharlo es el mayor error que cometemos. Tenemos un compromiso y en lugar de pensar en la velada, en vez de disfrutar de la compañía y de la satisfacción que pueda provocar, empezamos a pensar qué sucederá al día siguiente. Anticipamos sin conocimiento de causa y, en consecuencia, nos condenamos, ya que lo que ansiamos no sabemos si va a suceder y lo que está ocurriendo en ese instante se esfuma de tal manera que cuando queremos conectar, ya es demasiado tarde.
Sin embargo, el ser humano no quiere entender el significado de la palabra tarde porque cree que siempre está a tiempo de poder hacerlo todo. Efectivamente, siempre hay tiempo para todo, pero ese tiempo, que se dosifica para las distintas etapas de la vida, a veces no nos da la oportunidad de poder vivirlas como realmente quisiéramos, si es que nos deja disfrutarlas. De repente, nuestra existencia empieza a esfumarse hasta embriagarse del Ubi sunt manriqueño o shakesperiano o hasta convertirse en el efímero polvo quevedesco que anuncia que ya no somos nada.
Esto no implica que tengamos que alterar o anticipar nuestra línea cronológica, ya que biológicamente es casi inconcebible, pero sí debemos hacer un breve ejercicio de reflexión para aprender a saborear el presente, a olvidar el pasado que ya no podemos solucionar y a no vivir perturbados por un futuro incierto y un sino que, aunque está escrito, es impredecible.
Ser mayor a los 13 años no tiene fundamento alguno, pero vivir al máximo con los amigos, practicar deporte y echarse las 1.000 fotos propias de la edad serían indicios de que los jóvenes son libres y natos aprovechadores del tiempo. Ser adultos y estar tomándose una cerveza o una copa de vino y no pendientes del martirio que supone pensar lo que nos puede pasar es sinónimo de una buena canalización de los pensamientos en el momento oportuno.
No es que el sano le hable bien al enfermo, en absoluto, cada uno lleva su senda más que recorrida; es aprender de las lecciones de la vida que el tiempo efímero y caprichoso pasa una única vez y nunca toma la decisión de volver atrás. Mientras tanto, vivimos subidos en el tren de la versatilidad que evoluciona a toda velocidad sin miramiento alguno; somos víctimas de rutinas agobiantes que nos sitúan tras una ventana desde la que observamos cómo el tiempo nos suelta de la mano sin tener plena conciencia de ello. Por eso Goethe calificó de insensato a los hombres que dejaban transcurrir el tiempo estérilmente, porque después de desperdiciar cada circunstancia, vamos cerrando cada vez más las puertas de un leve resquicio de felicidad.