Tonos rojos y anaranjados, según María Bernal

Tonos rojos y anaranjados

Noches estrelladas de diciembre. Si miran al cielo raso de estas noches, podrán comprobar esos luceros que cubren el cielo. Luceros porque brillan, algunas incluso con más fuerza que otros, y lo más curioso es que resplandecen con la misma intensidad en todos los lugares del mundo, aunque la realidad circunstancial se ensombrece con los acontecimientos que se dan en otras partes del mundo.

Noches frías, que son acariciadas suavemente por el  humo que los tonos rojos y anaranjados perpetuados en el cielo provocan cada vez con más estrépito. Si observamos un cielo así y después cerramos los ojos,  podríamos dibujar con los pinceles más ocultos de nuestra mente una imagen idílica: la del sol ocultándose tras las montañas después de haber acabado su misión al final del día. Y entonces explota en el firmamento esa escala cromática que todo el mundo inmortaliza por tratarse de ese momento tan mágico que nos cautiva.

Pero no todas las puestas de sol tienen magia y tampoco esos tonos rojos y anaranjados son siempre el preludio de la noche tan ansiada para el descanso de muchos. Del descanso podemos pasar al miedo, porque este se concentra en el hombre cuando llega la noche, ya que la nocturnidad también provoca pánico por su oscuridad tangible y por su silencio sepulcral que nos empuja a un abismo de desasosiego turbador, sobre todo cuando somos niños.

Imaginen que esa turbación del silencio en la niñez se viera penetrada por ruidos ensordecedores y encima supieran que cada vez que se oyen esos estruendos aniquiladores la probabilidad de morir solo se limitará a un resultado: un sí rotundo que no admite peros que valgan. Imaginen que cada vez que mirasen al cielo y vieran esos tonos rojos y anaranjados, supieran que no están ante el atardecer perfecto, sino ante un descabellado bombardeo que nadie ha buscado, ni merece. Pero ahora viene lo que más nos estrangula y nos resquebraja el alma si es que existe; los niños. Ahí están esas pobres criaturas que entre llantos de desesperación, entre heridas y partes del cuerpo llenas de metralla, entre caras manchadas de polvo y entre un rostro azotado por las heridas infectadas de la tristeza que se ulcerarán cuando descubren que sus papás y sus mamás están muertos bajos los escombros. Duele vislumbrar esta escena, y con ella todas las tontas preocupaciones que tenemos nosotros, afortunados de vivir en España, se desvanecen. Duele pensar que mientras nosotros preparamos la Navidad, quizás ellos,  en cuestión de segundos, les hagan compañía a sus padres en otra vida.

La cifra es escalofriante, más de 4.000 niños muertos sepultados bajo los escombros. El conflicto de Israel y Gaza es ya un genocidio, no tienen que darse más factores para decretar el exterminio civil que se está llevando a cabo. Son asesinos descabellados que someten a los civiles a una vulneración de los Derechos Humanos. Y nadie hace nada y el alto al fuego es más necesario que nunca, pero no ahora, sino desde el momento en que la masacre empezó a ser fruto de la meditación fanática. Les dan igual los niños, porque quizá ellos nunca lo fueron. Y esto nos debe golpear la conciencia; los niños que no mueren cruelmente se ven expuestos en soledad a la contemplación de sus calles en ruinas que han atrapado sus juguetes; a la demolición de sus hogares donde a su manera eran felices; dejan atrás sus escuelas donde aprendían y las calles en las que jugaban. Toda una corta vida, en la que los cuentos de la noche ya no volverán a ser leídos, queda atrás, porque ahora el objetivo es huir renunciando a la inocencia de la infancia de los niños y a las experiencias tan maravillosas que tienen que vivir los adolescentes; todos, y sin más remedio, se convierten de golpe en mayores cuya única misión es sobrevivir y aprender sin manual a ser adultos refugiados de las bombas, porque las etapas que les corresponden por edad se las han usurpado, hasta el punto de dejarlos morir de hambre o de una enfermedad, si la metralla no los aniquila antes. Este es el hobby de estos asesinos de guerra descabellados y crueles, que consiguen iluminar su cielo de tonos rojos y anaranjados para sembrar el horror en las pupilas afligidas de esos niños.

En otro lugar del mundo, hay niños con pataletas porque no se les da lo que piden con inmediatez, padres presumiendo de todo lo que los peques tienen y son capaces de hacer sumergiéndose en ese mundo de la competición que tanta crueldad siembra con las bombas del orgullo, enfrentamientos por absurdeces y conflictos en los que te das cuenta de que tenerlo todo los convierte en unos egoístas, materialistas y en unos inconformistas que menos principios, tienen de todo.

¡Alto al fuego! La pureza de los niños tiene que ser obligatoriamente legendaria, porque si hay una verdad universal y un derecho inexorable en la infancia, ese se llama felicidad.