Luisa Vidal, pintora en singular femenino

Rosa Campos Gómez

Decían que era “viril”, como elogio, la pintura de Luisa Vidal, artista que creció en el seno de una familia acomodada, culta y numerosa, con unos padres que procuraron una educación en igualdad para sus nueve hijas y tres hijos. Su obra pertenece a la corriente modernista –decantación por lo nuevo, democratización de lo bello…–. Mostró talento para el dibujo desde pequeña. Recibió nociones artísticas de su padre, Francesc Vidal –ebanista y decorador que trabajaba para la burguesía, nobleza y realeza española–, formándose con maestros como Arcadio Mas y Eugène Carrière, y aprendiendo de Velázquez, Goya y otros autores, cuyas obras visualizó sin medida de tiempo en el Museo del Prado, cuando viajó a Madrid con su padre, que tenía el encargo de un marco para el retrato de Felipe II, obra entonces asignada a Sánchez Coello, pero que realizó Sofonisba Anguissola –como consta actualmente–,  circunstancia que guarda paralelismo entre ambas creadoras, porque también pinturas de Vidal fueron asignadas a Ramón Casas, a lo que se suman otras coincidencias que habrá tiempo de detallar.

Luisa Vidal (Barcelona, 1876-1918) fue mujer pionera española en formarse en el extranjero y en ganarse la vida con su profesión –dibujo y pintura, maestra en su propia academia de arte–. Ilustró relatos de importantes escritoras del momento en la revista Feminal y en otras publicaciones. Formó parte del proyecto educativo del Instituto de Cultura y Biblioteca Popular para la Mujer. Su vocación feminista y pacifista la llevó a involucrarse en varias asociaciones, motivada siempre por impulsar la educación y formación de las mujeres. Cuando la precariedad económica entró de lleno en su familia, su trabajo representó un considerable sostén. A pesar de toda esta sólida actividad desarrollada no pudo poner que era pintora en el testamento que pudo redactar antes de que la pandemia de la Gripe de 1918 pusiera fin a su vida, porque entonces no se databa la profesión en las mujeres. Le quedaron muchos sueños por tejer –contaba 42 años-, aun así, dejó un importante legado. En 1919, la Sala Parés, que siempre había tenido las puertas abiertas para ella, hizo una póstuma exposición de su obra; después su nombre quedó relegado al olvido, hasta que, en 1996, Marcy Rudo, historiadora estadounidense afincada en Barcelona, lo rescató.

Excelente retratista y pintora de la vida cotidiana, sus obras –realizadas en óleo y sanguina, especialmente–, muestran una entrega en la acción con elegancia y dinamismo. Personajes leyendo, pintando, tocando música, saliendo a la calle, jugando con animales… Combina anhelos –mujeres con vida activa de ocio y disfrute que deseaba para todas– con narraciones que dan visibilidad al cuidado imprescindible que nos mantiene vivos –mujeres en el momento de realizar trabajos, como doblar ropa, cuidar y amamantar a sus criaturas, los primeros pasos de la infancia…–. Todo esto, junto a escenas al aire libre con gente inmersa en sus costumbres y tradiciones, plasmado en una obra con dibujo vigoroso, impregnada de tonos suaves, con transparencias luminosas en los colores de fondo y actitudes vitales y gozosas en los temas elegidos.

Dicen que poseía un carácter amable, haciendo comprender a los demás lo bueno que tenían.  Las penurias económicas que padeció la familia, y que procuraban no evidenciar, junto a los acontecimientos de La Semana Trágica (1909), que dividió profundamente a la sociedad catalana, dejó en Luisa una honda huella que la hizo comprometerse más con su apoyo al feminismo y a las clases más desfavorecidas.

En La nena del gatet negre (1903), deliciosa pintura que muestra su profundidad como artista, nos detenemos: una adolescente vestida de oscuro, de pie en el umbral de una puerta de interior y apoyada en su marco, lee un libro sujetado por su mano izquierda y adosado al pecho, con la mano derecha sostiene, precisa y delicadamente, la página que espera ser pasada para continuar comunicando. El rostro delata la impaciencia por seguir sumergida en ese contenido en el que se halla inmersa y que no quiere abandonar.  Su pie derecho monta sobre el izquierdo que pisa suelo, indicando la apasionada inquietud que la embarga por conocer más de esa historia escrita. El gato negro la mira desde abajo; el espacio que los cobija es un interior sin más explicación que algunos marcos de puertas que delimitan espacios, los colores cálidos de la luz juegan atractivamente con la zona en sombra. Hay misivas de mundos diferentes y conectados: la joven lectora que habita un mundo literario a la vez que comparte sitio con su gato, que goza por el solo hecho de estar ante ella, ambos en comunicación humana-felino cálida y silenciosa. Puertas fronteras que se van eliminando al cruzar vanos que unen estancias diferentes, del interior al exterior y viceversa…

El gato negro y el vestido y sombrero oscuros nos ponen en conexión con lo oculto, que quizá no sea tan invisible como pensamos. Somos criaturas que para crecer nos necesitamos, la relaciones nos sanan, también con animales. Un libro puede ir dándonos claves, la buena lectura es un prodigio de curiosidad, de encuentro, un poderoso divertimento… El próximo 23 de julio será un especial Día del Libro… y Luisa Vidal, con su niña lectora, admirada por entrañable gato negro, nos felicita.

 

 

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