Irene Vallejo, cercana e infinita

Rosa Campos Gómez

Porque todavía siguen escritoras sin conocerse o sin la necesaria visibilidad que sus trabajos requieren, tiene cabida el Día de las Escritoras -instaurado en 1916 por la BNE, Clásicas y Modernas y FEDEPE-, que este año, en su séptima edición, se celebrará el 17 de octubre, el lunes más próximo a la festividad de Santa Teresa, patrona de las escritoras. Día que lleva implícito el día de las lectoras, porque no hay unas sin otras, sin otros. El tema va sobre lo que han escrito las mujeres en tiempos de preguerra, en los inmersos en ella y en los próximamente posteriores.

Y aunque Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) no solo no está silenciada, sino que es una de las escritoras con más éxito en el actual panorama literario de casi todos los lares, es la protagonista de este artículo debido especialmente a su indispensable libro El infinito en un junco, porque nos llega permitiendo esa proximidad conjunta que la literatura teje tan delicadamente entre quien da y quien recibe, porque, además de autores y hacedores de libros desde la antigüedad más lejana, nos da nombres de autoras absolutamente desconocidas de las que solo ha quedado rastro en unas líneas de lo que escribieron o en las que fueron citadas, y porque se ha sumado a la investigación que se viene haciendo de recuperación de la memoria de creadoras que cada vez vamos conociendo más y mejor.

Irene Vallejo es doctora en Filología Clásica y escritora. Publica artículos en diferentes periódicos y es autora de varios libros, como El pasado que te espera, El inventor de viajes, La leyenda de las mareas mansas y El silbido del arquero, que, si así lo deseamos, nos aguardan para viajar a donde sus páginas nos adentren; textos que fueron escritos antes del torrente de conexiones que está significando El infinito en un junco, por el que ha recibido el Premio Nacional de Ensayo, entre otros reconocimientos.

Cualquier cosa que diga sobre este libro seguro que ya está perfectamente dicha, pero no me resisto a contar que me gustó descubrir la pasión que pone en su decir, el portentoso vocabulario que emplea y las referencias al cine, a otras disciplinas artísticas, yendo del ayer al hoy con tal soltura que nos es fácil transitar en el tiempo sin perdernos; ni a decir que cuando leí su desacuerdo con lo despectivo a cerca de la profesión de bibliotecaria que salía en una escena de la película Qué bello es vivir, estaba retratando mi pensar desde la primera vez que la vi hace varias décadas. Leí su espléndido y multitraducido ensayo con esa alegría que otorgan los manjares literarios bien condimentados.

Coincidir en el mismo tiempo con Irene Vallejo es una fortuna, de esas gratamente cálidas que depara el vivir entre gente que nos enriquece los días desde lo que producen en el campo que se desenvuelvan, y que con su hacer nos cuidan. Me alegra su trabajo, que sepa llegar tan decididamente a lectores de tantos países, con tanta claridad y con caudal tan inmenso de palabras y de conocimientos, con esa llaneza con la que responde a toda persona que le comenta algo en las redes -donde a menudo la sigo-, con la que comparte sus conocimientos, con la que se hace cercana; hechos que admiro, por que con este entregar se adentra de lleno en ese terreno del bien común que nos es tan necesario.

Os invito a leer o escuchar, si no lo habéis hecho, su Manifiesto por la lectura. Con un fragmento del mismo -escuchado en un vídeo que tuvo la gentileza de publicar-, en el que nos habla sobre el origen de las narradoras y de las narraciones, tema del que también da completa cuenta en El infinito en un junto. La invención de los libros en el mundo antiguo, concluye este artículo sobre la inmensa escritora y comunicadora Irene Vallejo:

“Las mujeres en la literatura han estado muy presentes, mucho más de lo que creemos. Quizá las primeras narradoras de historias, las más antiguas, fueran las mujeres mientras cosían, porque me llama la atención que haya tantos términos en común entre los textos y los textiles. Que hablemos constantemente del nudo de una historia, del desenlace de la narración, del hilo del relato, de bordar un discurso, de urdir una trama… Y así son infinitos los términos en los que relacionamos coser y narrar.

Mi teoría, mi hipótesis, es que las mujeres fueron las narradoras por antonomasia en los primeros momentos de la oralidad, y al mismo tiempo que cosían se contaban cuentos, se contaban sus emociones e historias y por eso utilizaban las metáforas de la costura, del telar, de lo que tenían entre sus manos en ese momento, porque esas son tareas específicamente femeninas… Así que hay allí toda una historia borrada, que es muy difícil de rastrear, sobre la aportación intelectual de las mujeres como maestras, como narradoras…”