Elogio de la bondad, por María Bernal

Elogio de la bondad

Decía Miguel de Unamuno que “Todo acto de bondad es una demostración de poderío”. Ante tal sabia reflexión, que nos dejó uno de los escritores de la generación del 98, cabe preguntarse, cuántas son las personas poderosas que circulan por la vida, teniendo en cuenta que no todas están por la labor de serlo.

Son pocas,  pero las hay, y cuando las conoces te das cuenta de que son aquellas a las que debes imitar, esas de cuya vida te gustaría formar parte eternamente y de las que, si las tenemos en nuestra vida, deberíamos presumir como si del mayor tesoro se tratara.

Cuando eres una persona bondadosa brota en tu interior una inmensa satisfacción que sana el alma y alimenta nuestro espíritu, ese momento en que nos sentimos orgullosos de serlo, principalmente, porque siendo piadosos y humildes se le da a otros la oportunidad de poder cumplir sueños, de seguir adelante, comprobando que la vida al final vale la pena, ya que ante circunstancias adversas esa persona jamás te dejará solo; estará ahí para ayudarte. Ayudar, ¡qué acción más prodigiosa!

Está claro que rodearte de personas buenas te traslada a otra dimensión, a ese Olimpo en el que todo fluye sin malicia alguna, un lugar  que huye del mundanal ruido del que tanto nos advirtió Fray Luis de León en sus odas, en las que alababa una vida sencilla, sosegada y moralmente complaciente.

Un lugar sin contaminación, sin avaricia, sin arrogancia y sin ánimo de querer destacar por encima de nadie. En resumidas cuentas, un lugar inalcanzable en este siglo por la poca osadía que tienen muchas personas de querer ser poderosas, al estilo de Unamuno, ya que desde la perspectiva de la ruindad, muchas sí están dispuestas.

No es difícil localizar a personas buenas, ya que aunque no llevan un letrero, es cierto que sus ojos nos convencen de que lo son; sus acciones nos maravillan por ese continuo afán altruista. Y lo mejor de todo es que nunca esperan nada a cambio y caminan por la vida de la mano de la incondicionalidad y de la comprensión. No llevan alas pero tienen el don de volar para hacerte levitar cuando no tengas fuerzas para arrastrar los pies por el suelo.

Pero vivimos en una época en la que el orgullo se ha convertido en una especie de as inseparable del ser humano, dispuesto a jugarlo máxime a que otras personas salgan muy perjudicadas.

Actualmente, la vanidad golpea a la compasión, viendo cómo los valores, que desde nuestros bisabuelos se fueron inculcando de generación en generación, parecen disolverse en un vaso de agua como si de una pastilla efervescente se tratara.

¿Confiar en quién? Es difícil poder hablar con una persona con la tranquilidad que te transmite la confidencialidad; al final, la curiosidad de querer compartir cualquier problema, que no sea nuestro, carcome tanto que se disfruta más difundiendo una información que pertenece a la parcela de la intimidad de alguien, que llevándola a la tumba.

Todo ha cambiado. Nada o muy pocos sienten compasión por nadie si esto implica tener que apretarse un poco el cinturón. ¿El motivo? No lo sé con certeza, porque es inaudito asumir la sociedad que se ha ido creando.

En la época de nuestros abuelos, incluso en la de nuestros padres, ayudar siempre ha sido imprescindible. Era tal la modestia y la sencillez que se inhalaba en el ambiente que los favores eran gratuitos y la actuación de las personas siempre permanecía en un segundo plano, muy lejos del protagonismo contaminado al que nos enfrentamos hoy en día.

Me gustaría que hubiese más personas buenas en este mundo, esas que no airean la bandera de todo lo que tienen y han conseguido, a expensas de que otras personas lo pueden estar pasando francamente mal. Me gustaría que la campechanía y la ingenuidad volvieran a reinar en el ambiente, que la atmósfera se descongestionase de esos actos que hunden a las personas en la más absoluta tristeza y querría que, cuando hubiera problemas, nadie se lavara las manos sin antes no haberle prestado su toalla a todo aquel que la necesitara, siempre que esté dentro de nuestras posibilidades. ¿Utopía? No, más bien se trata de una necesidad.

Planteemos seguir trabajando la comunidad pacífica de Tomás Moro, al que parafraseo para finalizar este elogio de la bondad, porque gracias a esta las personas serán dichosas si están atentas a las urgencias de los demás, sin sentirse indispensables.

 

 

Escribir un comentario