Sobre la renovación del Consejo General del Poder Judicial

José Eduardo Illueca Ballester

El bloqueo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) por la falta de acuerdo entre los partidos políticos es un auténtico escándalo democrático. Desde diciembre de 2018, fecha en la que, cumplidos los cinco años de mandato, tocaba renovar por completo este órgano de gobierno de los jueces, sigue en funciones. Cuatro años se prolonga ya una situación que vulnera gravemente la Constitución y que deteriora, de modo tal vez irreversible, la imagen del poder judicial en España. Los bloqueos derivados en la composición de otros órganos constitucionales, como el Tribunal Constitucional o el Tribunal Supremo, son consecuencia de ella y contribuyen a poner de manifiesto la evidente y progresiva pérdida de normatividad de nuestro texto constitucional.

Las culpas se suelen repartir según el color político de cada comentarista. En mi caso, voy a eludir conscientemente pronunciarme a este respecto -aunque tengo opinión- para intentar mantenerme en el estricto terreno jurídico-constitucional.

De entrada, quede claro que el mandato constitucional es el de instituir un poder judicial de emanación democrática. Nuestra carta magna no solo afirma en su Título preliminar, en línea de principio, el Estado democrático y la soberanía popular, sino que establece en su artículo 117.1, de forma específica, que “la justicia emana del pueblo”, añadiendo acto seguido que “se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley”. Si la justicia emana del pueblo, nada más coherente que atribuir a sus representantes la facultad de designar a los componentes de su órgano de gobierno.

Conforme a la Constitución (artículo 122.3), el CGPJ está integrado por ocho juristas “de reconocida competencia y con más de 15 años de ejercicio de su profesión”, cuatro nombrados a propuesta del Congreso y cuatro del Senado, y por doce jueces o magistrados, el llamado “turno judicial”. La designación de estos últimos es remitida por la Constitución a la ley orgánica que regula el poder judicial (LOPJ, artículo 112), la cual establece idéntico criterio: seis nombramientos a propuesta del Congreso y seis del Senado, elegidos en este caso de entre una lista de candidatos que el propio CGPJ eleva a las Cortes. Desde el punto de vista que aquí defendemos es lo correcto. Dejar la designación del turno judicial a la elección directa de los jueces, como se viene proponiendo desde ciertas posiciones políticas o corporativas, provocaría una desconexión del tercer poder del Estado con la soberanía popular que iría, a mi juicio, contra el espíritu de la Constitución democrática.

¿Es posible hacer compatible la designación parlamentaria de los miembros del CGPJ con la obligada independencia del propio poder judicial? La solución constitucional fue clara: tal compatibilidad será posible siempre que la designación política se lleve a efecto por mecanismos de consenso y no de mayoría, y por ello la Constitución exige una mayoría reforzada de 3/5 para la propuesta de los miembros no jueces de este órgano, al igual que, en la estela de la Constitución, lo hace la ley del poder judicial para la totalidad de sus integrantes. También la designación parlamentaria de los miembros del Tribunal Constitucional, hay que recordarlo, requiere idéntica mayoría cualificada por mandato constitucional.

Con una mayoría cualificada tan exigente ningún partido político estaría en condiciones de imponer a sus candidatos, y las fuerzas representadas en el parlamento se verían obligadas a buscar y consensuar a personas que, cumpliendo los requisitos para el cargo, pudiesen, por su trayectoria y perfil, concitar la aprobación de todos.

El sistema funcionó solo durante los primeros años, y pronto se pervirtió, derivando a una designación por “cuotas”, en la que se negocia el reparto de nombramientos entre las formaciones políticas de manera que cada partido decide, en razón de su representatividad, sobre un cierto número de miembros -afines ideológicamente, como es obvio-. Así, un dispositivo legal y constitucional que pretendía que ninguna mayoría pudiese imponer a “los suyos” fue utilizado en la práctica para que los grandes partidos se repartiesen durante muchos años los puestos del Consejo entre juristas y magistrados de sus respectivas cuerdas. Sustituir el mandato constitucional de consenso por el uso del reparto ha sido una costumbre que ha minado la independencia y, por qué no decirlo, el prestigio del órgano y que ha desembocado, tras el fin del bipartidismo y en un contexto de alta polarización política, en un intolerable bloqueo de su renovación.

Así pues, son necesarios cambios, pero para volver a los orígenes. El problema no es la elección parlamentaria, ni la mayoría de 3/5 requerida para la misma, sino la negociación de cuotas, un hábito sin base constitucional que ha sido el germen de un deterioro institucional sin precedentes que urge detener y corregir.

¿Cómo hacerlo? En mi opinión, sería conveniente mantener las líneas básicas del mecanismo establecido por la Constitución y la ley, pues su diseño conjuga adecuadamente la expresión democrática de la voluntad popular con la indispensable independencia del órgano de gobierno de los jueces. Pero sería preciso modificar, al tiempo, el procedimiento parlamentario, para eliminar de una vez por todas la práctica de las “cuotas” y evitar, en lo sucesivo, las situaciones de bloqueo de la renovación. Se impone, para ello, devolver a las respectivas comisiones de nombramientos del Congreso y del Senado el protagonismo perdido en cuanto al examen y discusión sobre la idoneidad de los candidatos, por un lado, y, por otro, garantizar el cumplimiento por las cámaras de su obligación constitucional de consensuar y designar a los miembros que les corresponda dentro de plazo, incluso con sanciones a los responsables en caso contrario.