Las calles que vendrán, relatos sobre (y para) la esperanza

Javier Mateo Hidalgo

En 1962, el sociólogo canadiense Marshall McLuhan empleaba por primera vez la expresión de “global village”. El acierto del concepto que entrañaba le llevó a continuar usándolo con posterioridad, haciéndolo absolutamente familiar a generaciones posteriores por la importancia que ha venido teniendo para la sociedad de estos últimos sesenta años. Un mundo donde todo parece estar más conectado gracias a los medios electrónicos, a la comunicación virtual, creándose la idea de una “aldea global”. No obstante, a diferencia de lo que una aldea tradicional representa, ésta carece del trato físico de sus habitantes. Se trata, pues, de una aldea no “habitada” y deshumanizada, pues es paradójicamente cuando el individuo está más conectado con los demás y, a la vez, se muestra menos en “contacto” con estas personas con las que se relaciona virtualmente. Este aislamiento social se verá incrementado de forma dramática durante la etapa de confinamiento a la que la población se vio sometida durante el periodo en el que el coronavirus campaba por sus anchas, peligrando la vida de quienes podían verse contagiado por él. Un enemigo invisible, quizá el más peligroso de todos al desconocer el modo en que detectarle o contraatacarle.

En mitad de ese escenario, cuando la fe humana podía ser tan escéptica con el mundo, surgió un “antídoto” en forma de libro. Nos estamos refiriendo a Las calles que vendrán, un compendio de relatos ideados por la escritora Rosa Campos Gómez que vio la luz el mismo año en que su editorial fue fundada: 2021. Nombrada como “Almadenes”, tiene como significado “mina” (término traducido del árabe), enlazando con el lema simbólico de estas ediciones: “Minas de palabras”. Como una fuente de vocablos que se erigen precisamente para favorecer la comunicación y atravesar espacios de la forma más humana posible, despertando a quienes los leen y pueden tener la conciencia dormida. Almadenes, explican las responsables de la editorial, también “evoca el Cañón de Almadenes, que une los pueblos de Calasparra y Cieza”. Del primero será precisamente la autora de este libro, mientras que al segundo pertenecerá la filóloga Miriam Cano Motos, autora del prólogo del mismo. Ambas se encontrarán ligadas por una amistad mutua, símbolo claro que perfila el presente libro: la necesidad de entendimiento entre las personas, de establecer lazos afectivos siempre para sumar, generando una sociedad cívica y solidaria. En contra de la individualidad y el posible egoísmo que puede generar.

En este sentido, el título del presente libro se erige como una clara metáfora de los buenos augurios que alberga la autora, de su creencia en la bondad intrínseca del ser humano; así, Rosa Campos elabora una serie de fábulas -“veinte más dos relatos”, específica la propia autora- como cantos a la capacidad de transformación o evolución positiva de sus protagonistas, enderezando sus posibles erróneos caminos. Como decíamos, esta esperanza en el ser humano será doblemente meritoria al enclavarse en un momento tan crítico como el del covid-19, donde las puertas cerradas de las casas impedían que quienes las habitaban pudiesen salir a esas “calles” que figuran en el título de la obra. No obstante, será aquí donde esa “aldea global” bien empleada servirá de salvavidas al aislamiento, tejiendo con las “redes” virtuales unos hilos comunicativos con los que construir el futuro post-covid.

Rosa Campos nos devuelve al sentido afectivo de las cosas, no ya para advertirnos del peligro de perder nuestra parte sensible ante un mundo cada vez más aséptico, sino para recordarnos su belleza. Como quien labra una tierra aparentemente yerma, los textos de esta autora están sembrados de semillas fructíferas con las que hacer germinar los buenos sentimientos del potencial público lector. Los y las protagonistas que habitan sus paisajes nos evocan pasajes perdidos de ese paraíso que nunca debimos abandonar: el de las pequeñas cosas que aportan felicidad a quienes son capaces de valorarlas; el de las tradiciones que hacen comunidad; el de la esperanza en las futuras generaciones como continuadoras del mundo en que vivimos, perfeccionando su naturaleza siempre mejorable; también el del respeto a las generaciones que nos anteceden, por su mirada experimentada y sabia del mundo; o el del campo y la naturaleza como espacios que respetar, porque sin ellos no podríamos subsistir.

Cuando uno se adentra en estas páginas, no puede por menos que sentirse confortable, como en casa. Igual que si un dorado sol de media tarde dirigiera sus rayos hacia nuestro cuerpo y éste los absorbiera, recuperando una calidez perdida. Poder volver atrás, a esa pureza de los primeros años, cuando todo está por descubrir y aprender, para guiar esa bondad natural rousseauniana por los cauces correctos. Como el hombre que recapacita sobre sus errores en La ética del pie; o tal vez no haga falta retroceder porque ya estemos ahí, como le sucede al protagonista de Gaspara, adolescente que, a punto de extraviar su camino, conoce una hermosa forma de ver las cosas a través de la mujer que da nombre al relato. Dos casos de esos veintidós que nos aguardan entre sus 147 páginas.

Conviene entender cada una de las moralejas desprendidas de cada historia como piezas conformadoras de una “aldea” en el sentido original y amable del término. Ésta se encontrará formada por calles plenas de significado, a las que salir para encontrar realidades nuevas y buenas, sin temor a virus o a peligros de cualquier índole. Como dice Miriam Cano en su prólogo: “Las calles que vendrán serán diversas o no serán. Serán solidarias, se recorrerán en igualdad, y siempre hacia la esperanza. Las habitarán la belleza, la cultura, la ética, la ternura y la empatía”. Atravesémoslas sin miedo y con la mejor de las disposiciones.