La grandeza de Luisa Roldán

Rosa Campos Gómez

Nació en septiembre de 1652, a mitad de un siglo que sufría la decadencia del esplendor económico vivido en el XVI, más los estragos de la gran epidemia de peste recién pasada; siglo XVII que, a la vez, poseyó la brillantez del barroco, del que ella, Luisa Roldán, ‘La Roldana’, formó parte importante. Aprendió a esculpir y modelar en el taller de su padre, Pedro Roldán –maestro de escultores–. Excelente destreza técnica y una creatividad cuajada de dinamismo, sensibilidad y armonía eran sus señas de identidad, llevándola a ser la primera mujer registrada como Escultora de Cámara, de dos reyes, además.

Se casó a los 19 años con Luis Antonio de los Arcos, discípulo de su padre, quien estuvo en contra de este matrimonio. Independizada de la tutela paterna, abrió su propio taller en su Sevilla natal, ella era la maestra y Luis Antonio el asistente, aunque el que firmaba y cobraba lo estipulado en los contratos era él –cuestión de leyes marginadoras–. Trabajó para la capital y otras localidades. Hacia 1687 se fue a vivir a Cádiz con su marido y dos hijos –había tenido seis, los cuatro primeros, tres niñas y un niño, habían fallecido– para realizar encargos catedralicios. Dos años después la familia se estableció en Madrid, allí daría a luz –por séptima y última vez– a una niña. Con el objetivo de trabajar para la Corte, envió solicitud a Carlos II. Durante este periodo, y mientras esperaba, hizo imágenes para altares domésticos y conventuales: pequeños grupos modelados en barro, denominados por ella “alhajas”, obras que son una delicia tanto en ejecución como en narrativa, siempre dentro de la temática religiosa amparada por el espíritu de la Contrarreforma, en boga en ese tiempo; estas esculturas le permitieron ir tirando económicamente. Consiguió su objetivo en 1692, San Miguel Arcángel con el diablo a sus pies, que podemos ver en El Escorial, es una de sus más renombradas producciones para la realeza. Tras la muerte del último de los Austrias en el trono, solicitó, en 1701, la continuidad de su nombramiento a Felipe V, se lo concedió ese mismo año. Cumplió genuinamente con los encargos reales, pero no se dignaron a darle siquiera una habitación en las dependencias adyacentes a palacio –donde se alojaba a los artistas de la corona– a pesar de las peticiones que hizo a ambos monarcas. Contaba 53 años cuando la enfermedad y la pobreza económica –por trabajos impagados– le arrebataron la vida el 10 de enero de 1706, el mismo día en que fue nombrada Académica de Mérito de la Academia de San Lucas de Roma.

Fue muy valorada en su tiempo porque con su enorme talento dotó a sus figuras de dinamismo, intensidad, ternura, gracia y delicadeza, incluyendo en muchas de ellas la alegría –también el humor–, aportándoles genuina y novedosa expresividad, compartiendo su intuitiva y formidable percepción de sentimientos y emociones a través de ellas. Aumentó su prestigio unos años más tarde, cuando Palomino la incluyó en el III volumen de `El Museo Pictórico y Escala Óptica´ –“Su modestia era grande; su pericia, superior, y su virtud, extraordinaria”–, aunque después se la entregó al olvido. Buena parte de sus esculturas y tallas han sido atribuidas a escultores de su entorno, pero a través de investigaciones y hallazgos se ha constatado que son de su autoría. Tampoco hubo lugar para su nombre y trayectoria en los libros de texto. Por fortuna hay quienes están trabajando por que su memoria sea recuperada, e importantes museos extranjeros, que se enorgullecen de contar con obra suya, están contribuyendo significativamente a esta tarea.

Nos detenemos ante `La adoración de los pastores´, uno de los grupos escultóricos de su etapa madrileña.  Realizado en terracota policromada, está formado por la Virgen con el Niño en brazos –elegancia y dulzura en el rostro y gesto de inclinación de María dejando al pequeño en la cuna–, San José –impresionante y conmovedora su alegría de amante padre–, dos pastores –con gestos de adoración y dicha– y el (posible) donante –observador feliz–. Todos inclinados y con la mirada puesta en ese recién nacido que les ha llegado con la mejor de las promesas. Hay mucha belleza en la intención amorosa y esperanzada de estas figuras de pequeño tamaño, mirándolas es fácil que nos embargue esa sensación de felicidad que la envuelve. Escena que también se puede leer en clave actual: la escultora evidencia, con talento y sencillez, por un lado la igualdad deseada de conciliación entre la madre y el padre para el cuidado del hijo, y por otro la igualdad social entre los pastores, que adoran en primer plano, y el donante, ubicado detrás y sin privilegios visuales, feliz de estar ahí entre ellos… La confianza proyectada en el ser humano para construir un futuro mejor, la unión de la diversidad y el valor del mecenazgo que consume cultura e invierte grandes, pequeñas o mínimas cantidades –igual de valiosas–, para creaciones que hacen un vivir más humanizado.  Todo esto, que en nada nos es ajeno, nos dice, también hoy, el arte de Luisa Roldán.

 

 

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