Yonquis digitales
Vivimos con una inquietud copiosa, inmersos en la necesidad casi innata de publicar. Prácticamente, la cordura se ha desvanecido en el discurrir cotidiano de un porcentaje de población bastante y preocupantemente elevado que vive obsesionada con publicar minuto a minuto todo lo que acontece a su alrededor.
La alarma se activa entre los expertos cuando nos advierten desde hace años que esta moda de exponer la vida personal a todo el mundo, como si de un Gran Hermano se tratara, está provocando un deterioro considerado de la salud mental, ya que esta manera de reestructurar nuestras vidas con la condición de hacer todo pensando en echar una foto, genera trastornos de la personalidad; ese antisocialismo que se palpa en el ambiente, esa incapacidad para expresarse y esa dificultad de desarrollar la imaginación y la autoestima, casi rematando esto último a los más jóvenes y niños a los que hemos implicado sin vuelta atrás con su condenada exposición en perfiles sociales, sometiéndolos a una sentencia firme que viola su intimidad, desde la publicación de su vida como feto en las miles de ecografías que se tienen que subir a la red, hasta su graduación cuando cumple los 18 años.
Cada mañana, al mismo despertarnos, y como si de un deber inexcusable se tratara, miramos la pantalla del móvil, bien para parar la alarma, bien para leer la prensa o bien para introducirnos en ese mundo idílico y rebosante de una felicidad incierta que dice llamarse redes sociales; esas armas de destrucción masiva que lo único que están provocando en los últimos tiempos son cuadros de ansiedad, aislamiento, irritabilidad y lo que late como si de una taquicardia ventricular, por su gravedad, se tratara: la maldad. El ser humano en muy pocos casos es capaz de gestionar la cantidad de estímulos que recibe debido a todo lo que es capaz de ver al cabo del día en el espacio virtual. Empieza, entonces, esa ansia de querer vivir lo mismo que observa, apoderándose de él un agobio degenerativo porque unas veces lo conseguirá, pero otras no.
Se están forjando unas generaciones que se someten día tras día a distintos ases de espadas que acaban en muchos casos acuchillando la personalidad de una sociedad que únicamente se ha aferrado a creer que todo lo que ve en fotos, vídeos y memes es lo que contiene la verdad universal. “Lo he leído en Facebook, lo han publicado en Instagram…”, sin pararse a pensar en la manipulación y en la facilidad con la que se tergiversa en este mundo lleno de perversión, odio y envidia.
La obsesión de inmortalizar y retransmitir casi en directo todo lo que se hace está provocando que no se disfrute verdaderamente como sí se hacía antes de la era de las pantallas: para qué ir a un concierto, se va a subir a las historias, para qué viajar y gastar dinero, se va a publicar en estados, para qué ir a restaurantes, si ceno todas las noches en uno de ellos desde el sillón de casa. No es lo mismo, ¿verdad? Claro que no lo es, pero no lo es para el protagonista, que se consume al pensar que no está retratando el instante que se esfuma pronto para poder decirle a todos lo bien que se lo está pasando y desaprovechando así el momento fugaz que ya no vuelve.
He aquí los yonquis digitales, personas con una única y triste misión: perpetuar cada instante con el objetivo de conseguir la aceptación social, como si de esta manera fueran a alcanzar la popularidad y no perderla. Para dormir tranquilamente, estos yonquis, adictos a la cobertura y a la fibra óptica, tienen que mostrar que son la madre o el padre perfecto que han formado esa familia impecable, el de ser el trabajador imprescindible del año , el de tener a unos hijos irrepetibles, el de sacar las mejores notas, el de ser una belleza y tener unos cuerpos que, pulidos por los filtros, son los más esbeltos, el de tener la mejor y más exitosa empresa…y así hasta una infinidad de hechos, a veces idioteces, que nos hacen cuestionarnos si esas personas son realmente felices o asisten a un vacío existencial del cual se darán cuenta cuando comprueben que nada es para siempre.
No es cuestión de juzgar que la gente navegue por las redes, todas las personas o casi todas lo hacemos, aunque yo admiro a las que no, además presenta una serie de ventajas esenciales como puede ser la hipercomunicación. Por tanto, es cuestión de que la gente busque su equilibrio mental y que este no sea sometido al vértigo del desmadre, principalmente, porque urge que el sentido común vuelva a acampar entre esta sociedad que parece haber naufragado para siempre con tanta publicación.