Violencia de género, un relato de Irene Martínez

Violencia de género

Irene Martínez

Los pétalos blancos de una flor se tiñen de rojo al rozar el suelo, protagonizando una escena en la que hasta las flores sangran y visten desnudas una herida que le causaron. Yo las acepté como promesa de que todo iba a cambiar y ahora yazco tan rota como ellas. Luciendo cicatrices por piel y lágrimas por ojos. Luciendo una vida que ya no me pertenece. Mi único error fue amar a quien nunca supo amarme. Fue mantenerme estoica ante la concepción de una pesadilla que quedaría, tras un golpe, en el olvido. Retornando a cómo fue antes de que el miedo invalidara y petrificara mis huesos. Tiempos en los que las flores eran blancas e inocuas. Tiempos en los que los roces eran caricias en el corazón y no golpes abrasadores que siempre dejan huella aunque, a veces, no se vean.

Intento apartarme escurriéndome por el inmenso charco en el que yace mi propia sangre pero el dolor es tan intenso que me aplasta contra el suelo. Él sigue gritando pero el sonido llega estancado, como si estuviese bajo el agua. Casi lo prefiero así, sus palabras pueden llegar a ser tan afiladas como un cuchillo y a la vez tan dulces y manipuladoras como la voz de una sirena.

Otra patada impacta contra mi estómago robándome el aliento por unos minutos, haciéndome recordar aquel día en el que me dedicó el primer “te quiero” sobre la cima de la que se convirtió en nuestra colina. Contemplando como el sol descendía y el cielo se prendía de luces de diversos colores. Bajo una noche estrellada y muda, susurró su confesión sin apartar los ojos de mí. Perdiéndose el espectáculo que se producía ante nosotros, aunque ya carecía de importancia.

Cierro mis ojos e intento sumergirme en mis pensamientos. Un lugar en donde se reproduce nuestro primer beso acompasado con risas y lágrimas de alegría, o aquel bajo la lluvia cuando dijo que nuestro amor debía ser tan bonito como el de las películas americanas. Yo realmente creí que así sería. Puedes llamarme ilusa y tendrás razón. La verdad es que a veces no sé si estos recuerdos son siquiera reales o meras ensoñaciones, porque este chico y él no pueden ser la misma persona. No puede ser aquel chico que me hacía reír como nadie y transformaba cada momento en algo especial. No he podido estar tan ciega.

El dolor es tan inmenso que ya no puedo reconocer de donde procede. Mi cuerpo arde tanto que me sorprende no estar en llamas y todo me da vueltas. Me siento como una peonza, solo que yo me mantengo estática. Es lo demás lo que no para de girar y, aunque ya estoy en el suelo, tengo la sensación de estar precipitándome contra él. Cada vez me cuesta más respirar. Es como si ya no quedase oxígeno o quizás solo sea que yo no puedo alcanzarlo. Sientes que algo te atraviesa el pecho una y otra y otra vez, y por mucho que lo intentas no consigues llenar tus pulmones de nuevo. Te ahogas y no puedes detenerlo.

Se escucha el sonido de algo al romperse y creo que procede de mí pero ya apenas puedo sentir ni ver nada. Por raro que te parezca, esto no me asusta. Esos momentos en la nada son un respiro, un jodido paraíso. Un sueño del cual espero no despertar.

Ella ya no emite ni un miserable sonido. Parece tan inocente y mansa… aunque si hubiera sido así no nos habríamos metido en este lío. Me arrodillo junto a ella y la acuno entre mis brazos pero sigue sin moverse. Acojonado, empiezo a llamarla desesperado sin obtener respuesta alguna.

Yo no quería hacerle daño, lo juro. Yo no quería hacerle daño, la quiero. Fue sin querer. Fue un accidente. Ella sabía que eso me molestaría y aun así lo hizo. No pude controlarme. No fue mi culpa.

 

 

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