Vergara Parra reflexiona sobre «el derecho a la vida»

Vida

Acostumbro a elegir bien las palabras pues no es inusual que resistan al empuje del viento y zahieran más que la espada. Hoy redoblaré las cautelas pues el asunto en cuestión es singularmente delicado.

Nunca he negado mis dudas; tampoco ocultaré mis certidumbres. Silenciar convicciones y principios supondría un acto de deslealtad conmigo mismo y eso es algo que no me puedo permitir. Reniego de ambones o cátedras mas, desde una humildad no fingida, tanteo la palabra. Busco en ella el fiel y esquivo reflejo del razonamiento, también del sentimiento.

La vida no nos pertenece en realidad. La cotidianeidad de su génesis, con feliz término la mayor parte de las veces, nos distrae de su naturaleza extraordinaria. La vida es un milagro radical y absoluto en el que apenas reparamos. De sobra sé que millones de semejantes vienen al mundo en momentos y lugares donde la vida tiene un valor efímero. Sorprende que en muchos cohabiten una apología exacerbada del reino animal con una indolente mirada hacia la vida humana. Hay fariseos que, en tales trasuntos, dicen una cosa y hacen la contraria; allá ellos y su impostura. También los hay belicistas y abigarrados detractores del aborto. Y en éste, como en casi cualquier asunto, abunda quienes juzgan pero se niegan a comprender y rara vez se ponen en la piel ajena.

Reflexiones, como las citadas, que solo responden a avatares aleatorios y crueles de muy difícil lectura o a nuestra propia ruindad moral. Pero no caigamos en esa trampa dialéctica por muchos invocada. El valor supremo e inalienable de la vida es ajeno a nuestras propias contradicciones y a sucesos que escapan de nuestro entendimiento.

Decidir sobre la propia vida es muy discutible pero las dudas aumentan exponencialmente cuando lo que se dilucida es la vida ajena. La línea entre la compasión y el pragmatismo puede ser tan delgada que apenas sea percibida. El sufrimiento, como la felicidad, forma parte de la vida y hemos de asumir una cierta dosis de amargura, pero no podemos soslayar padecimientos físicos y espirituales que exceden de lo humanamente soportable. Las circunstancias, como predijo Ortega, mandan; mandan tanto que condicionan nuestros actos de una forma inimaginable. Hablamos con ligereza y sentenciamos con entusiasmo pero rara vez empatizamos con dantescas realidades ajenas.

Será por estas y otras razones por lo que legislar sobre la vida se me antoja de una dificultad superlativa. Es tanto lo que está en juego que cualquier omisión o previsión legal, y sus ulteriores interpretaciones jurisprudenciales (al albur del imperante relativismo moral) pueden desencadenar situaciones de extraordinaria complejidad.  ¿Qué entendemos por vida? ¿De veras una vida tan incipiente como real pertenece a una madre? ¿Dónde empieza y acaba una vida? ¿Quién o quiénes determinan el fin anticipado de una vida?

No tengo todas las respuestas pero sí algunas certidumbres. Nuestras vidas son únicas y a nadie pertenecen salvo a Dios. Él nos dio la vida y él decidirá cuándo llamarnos a su presencia. Envió a su Hijo, no para condenarnos, si no para salvarnos de nosotros mismos y mostrarnos un camino de esperanza. Llegarán dudas y zozobras que harán temblar nuestros cimientos y a él habremos de encomendarnos. Si ignoramos a Dios, si el ruido de este mundo desnortado solapa nuestra consciencia, poco habrá de importarnos las penas mundanas. Es nuestra paz interior la que debiera preocuparnos. La Ley humana es insuficiente en estos casos; no puede indagar razones que la razón desconoce.

Luego la defensa de la vida habrá de ser integral o no serlo. No imagino empresa más elevada y progresista. El amparo a la vida, desde el mismísimo instante de la concepción hasta el último aliento, a todos nos concierne. No podemos desentendernos. No al aborto, no a las torturas, no a la pena de muerte, no a la eutanasia, no a la guerra, no, no y no a cualquier atentado deliberado contra la vida.

Todos nuestros esfuerzos, desvelos y energías deberían canalizarse hacia una cultura de la vida, preservando su entidad, integridad, dignidad y divinidad. Andamos faltos de comprensión pero no de condenas. Precisamos ayuda pero no censura. Nuestros semejantes, aquejados de enfermedades terminales e irreversibles, necesitan el amor de su familia y, naturalmente, el auxilio de la medicina paliativa. Cada instante, aún sin la presencia de cámaras de la televisión, familiares y facultativos médicos se enfrentan a encrucijadas morales y científicas que exigen lo mejor de todos ellos.

No seré yo quien justifique el ensañamiento terapéutico. Infligir un martirio inútil a una vida que se nos va puede ser tan desaprensivo como acelerar un proceso de forma precipitada. Definitivamente, debiéramos confiar plenamente en Jesús y nada en nuestro egoísmo.

Que nadie atisbe en mis palabras la más mínima censura o crítica respecto de acontecimientos recientes de plena actualidad. Porque una cosa es hilvanar palabras de una forma más o menos ordenada y otra, bien distinta, lidiar con situaciones que llevan al ser humano a límites inaceptables.

Solo pienso en voz alta y algo fatigosa.

 

 

 

One thought on “Vergara Parra reflexiona sobre «el derecho a la vida»

  1. Fulgencia carrillo Ortega

    No nos conocemos personalmente, aunque de vista en el pueblo nos conocemos todos. Te felicito por tu artículo en el que expresas tu defensa de la vida y coincido con tus argumentos. Yo llevo mucho tiempo intentando ponerlos en práctica y me gustaría poder contar con personas como tú para colaborar en esta tarea. Ya sabes soy de la asociación Cieza+Vida que lidia día a día con la defensa de la vida y la difusión de la cultura de la vida. Si nos quieres conocer contacta con nosotros. 622176227 o ciezamasvida@gmail.com

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