Vecinos en acción
Cuando Sergio, la joven promesa del barrio que iba para portero de fútbol pero que se ha quedado finalmente en consumidor habitual de base de coca por los motivos que ustedes quieran, persona enferma al fin y al cabo, ha abierto la puerta del armario ropero de una alcoba que parece de película del Oeste (bastante bien ha quedado), en el espejo ha aparecido junto a su escuálida y larguirucha imagen la de Jacinta, con su riguroso luto por la pérdida no tan reciente de su marido (para disuadir la energía desprendida del cuerpo inerte de querer quedarse por aquí rondando, dice ella de su marido y del porqué del luto), con su andador, clavada en el espejo sin mostrar emoción alguna en su rostro (rostro que me recuerda a Gloria Fuertes).
Ni cuando le dice a Sergio: “Coge lo que quieras, llévatelo todo, mátame si es que te da tanta vergüenza que te haya pillado y piensas que no tienes vuelta atrás, yo ya llevo tiempo preparada para volar, estás enfermo. Se lo dije a Raúl antes de que te mandara acá para que me leyeras por las tardes (a mí me cuesta tanto leer por mí misma a mis 91 años); sus razones tendrá, ése no da puntada sin hilo”.
Pero ni así, hablándole a Sergio con ese rigor de mariscal de campo, muestra Jacinta signo de emoción. No en vano fueron muchos años de teatro, limpiando como medio de conseguir un jornal y como excitación vital, empapándose bien de todas las obras que pudo ver y sigue viendo de cuando en cuando, y sabe, de tanto observar la acción en vivo y en directo, imitar, para que el otro, ahora Sergio, no distinga de qué manera dice lo que dice: mátame, destrózame, hazme añicos, y sea él quién sienta miedo, vergüenza, arrepentimiento, desasosiego, y se cague en su puta esencia al no saber cómo reconducir su existencia adicta, sin querer serlo, o quizá sí, pero desde un punto de vista antropológico. Sergio actúa que parece un profesional, como su padre.
Sergio siempre anda rápido de reflejos verbales en forma de excusas que quizá le vienen por alguna conexión entre el ahora y sus tiempos de portero. Sigue el guión de maravilla: “Frío, buscando, rebeca”. Y así construye una excusa. Jacinta se ríe. Por fin su rostro queda colmado de una emoción, aunque Sergio no sabe si reírse también. “Hay muchas clases de risas”, piensa. Los nervios aúllan en el ambiente cuando se escuchan tres toques en la puerta de casa. Llaman. Podría ser un problema. Esa manía persecutoria como detonante para chafarle a alguien la cabeza o saltar por la ventana. No va a ser el caso, pero si el temblor en la mirada de Sergio, cierta sensación de ahogo, el corazón bombeando desde la vena del cuello, la respiración agitada. Jacinta abre desde su pulsador a distancia. Una especie de mando con cámara. “Es Raúl”, le dice.
“No te voy a denunciar”, sigue hablando Jacinta, amarrada a su andador con fuerza. “No queremos policía en el barrio. Así que por ese lado no sufras.
“Eso, no queremos policías en el barrio”, le dice Raúl, el joven abogado vestido de traje porque viene de un juicio; que ya ha entrado en escena y sabe lo que ha pasado.
“No queremos policía rondando el barrio”, sigue Jacinta con la mirada apuntando al ladronzuelo, “y menos que hagan acto de presencia en nuestras asambleas. Ni que estén por ahí como una mosca cojonera en nuestras actividades de ocio y tiempo libre. Preguntando cosas como si fuésemos todos amigos para siempre, como dice la canción. No, Sergio, no, la policía en su sitio y nosotras en el nuestro. ¿O es que tú ves a la policía, esa policía tan amigable que pregunta al de la tienda de golosinas: ¿Qué, Antonio, cómo van las cosa?, ¿han sacado algún sabor nuevo para la pipas?, ¿qué te parece pipas con sabor a ITV?, ¿y la asamblea, alguna novedad? ¿Ves tú a esa misma policía hombro con hombro contigo parando un desahucio, o están frente a ti impidiendo que eches mano a los estafadores corruptos de cuerpo y alma? ¿Cómo te voy a denunciar si lo podemos solucionar nosotros mismos cuando el asunto es solucionable entre nosotros mismos? ¿Cómo te voy a echar a los leones del libre arbitrio en forma de estado deslegitimado?”
Los aplausos de los espectadores del teatro de barrio (barrio de la tecla para más señas) al aire libre, suenan entusiastas, no como esos aplausos desganados, obligados, obedientes.
A continuación los tres artistas amateurs han devuelto el agradecimiento del público lanzando besos con las manos. Finalmente, con el regreso del silencio, Raúl, el abogado, ha leído la noticia del día: “El ayuntamiento ha comprado al fondo buitre lo que antes fue propiedad del banco malo, el edifico ocupado, después de tres años de litigios innecesarios y de miedo, mucho miedo. El alquiler social para las seis familias es un hecho, no una frase, un hecho. Lo siguiente que vamos a hacer es elegir de entre nosotros a unas 20 personas, e ir con toda la paz del mundo con gorras de la patrulla canina a dar vueltas todos los santos días lluevan ruedas de molino y escupan demonios las nubes denunciando que se resuelva el caso Kitchen”.
Es lo que pasa cuando se cede toda la soberanía a unas instituciones que nos pensamos que están dirigidas por personas diferentes a las personas. “¡Miau! Menuda excusa política filosófica para que no nos matemos entre nosotras”.