Un mundo feliz, según Diego J. García Molina

Un mundo feliz

Cuando pasé de la niñez a la adolescencia coincidió en el tiempo con la publicación del libro de Francis Fukuyama El fin de la historia y el último hombre. Una de mis pasiones entonces era la lectura de libros de aventuras de todo tipo, pasadas, presentes y futuras. Supongo que un poquillo me secaron el seso porque me parecía que cualquier época pasada era más interesante que la actual. Soñaba con ser un centurión romano, o un galo con una poción mágica que le hiciera invencible; un corsario en el Caribe o en las islas malayas, o un mercenario veneciano luchando contra el turco; un caballero medieval, o un bandolero emboscando al francés en la guerra de independencia; o incluso un investigador resolviendo misterios por todo el mundo junto a mi perro. Qué aburrida se mostraba la vida real en los telediarios, o al menos, no tan atractiva como en la ficción. Obviamente; ¿cómo podría ser de otra manera?, bendita ingenuidad infantil. Fukuyama seguramente estaba de acuerdo puesto que su libro trata de que, tras la caída del comunismo en el este de Europa, y con la victoria de occidente en la Guerra fría, la democracia liberal se impondría como único sistema político posible, se acabarían las guerras (al menos a gran escala entre naciones) y los conflictos serían meramente económicos. A grandes rasgos, un mundo feliz. No obstante, no podía estar más equivocado. Al régimen soviético le ha sucedido una autocracia quizá peor que el sistema comunista anterior. El comunismo sigue vigente, y más fuerte que nunca en China, se hereda en Corea del Norte y resiste en Cuba; incluso se extiende a otros países como Venezuela, Bolivia o Ecuador. Y surgen nuevos peligros, como el arme nuclear de Irán, o los conflictos provocados por el extremismo radical islamista.

Otra de mis aficiones es el cine, y en aquellos tiempos rara era la semana que no emitieran una película ambientada en la segunda guerra mundial. Que sencillo era posicionarse en aquel contexto, con el bien y el mal perfectamente definidos, encarnado por los aliados el primero, y por los malvados nazis, o japoneses, el segundo. Aunque la realidad nunca es en blanco y negro. En estos tiempos, es más complicado saber quien tiene razón en un conflicto y quien debe recibir nuestras simpatías. Puede parecer algo banal y sin importancia, no obstante, en ocasiones, la presión popular tuerce la voluntad de los gobiernos. Hay gente que para justificar la agresión de un país a otro se retrotrae a tiempos medievales (invasión de Ucrania), el descubrimiento de América (dictadura venezolana) o incluso hasta el imperio romano para justificar fronteras (conflicto árabe-israelí). Es necesario que el mal se represente en todo su esplendor para abrir los ojos a las personas, y ni aun así; no tenemos más que pensar en las barbaridades y crueldades que hizo la organización terrorista Hamas contra civiles israelíes, incluyendo bebés, niños, y ancianos, con especial encono y violencia sexual hacia las mujeres imposible de describir por escrito sin llegar a la náusea. Mucha gente supuestamente civilizada sigue defendiendo a estos salvajes a los que no quiere ni su propio pueblo. Cualquier intento de protesta de los palestinos es sofocado sin piedad asesinando a los promotores como ha sucedido esta misma semana. No hace falta hipnosis ni drogas, como en la distopía que titula este artículo de opinión, nosotros mismos nos sugestionamos para ser, por un sentimiento de pertenencia, adscritos a alguna de las tribus que hoy día conforman la sociedad, de izquierdas o derechas, asimilando así toda la doctrina y postulados, sean estos los que sean.

La realidad actual es que el derecho internacional se está convirtiendo en la ley del más fuerte, las Naciones Unidas no pintan nada y las violaciones de los derechos humanos de la ciudadanía se han convertido en norma. La lucha por una ideología vuelve a ser un fin en sí mismo. De nuevo la historia se muestra interesante en todos los continentes. Pero a qué precio, ahora es cuando uno se da cuenta de que la tranquilidad y el aburrimiento es un tesoro a ambicionar, la falta de seguridad solo beneficia a quien nada tiene que perder, a quien saca beneficio del caos. Lo que guía a los países no es la economía, como vaticinó Fukuyama, es el poder. Es la lucha por el poder la que motiva a las personas dentro de sus países, y luego a las naciones unas contra otras. Para fortalecer así la autoridad interna y acumular más poder. Y claro, al final terminan aliándose unas con otras buscando enfrentar un enemigo que realmente no existe. Habrá pocas naciones con tan poco en común como Venezuela, Rusia, China e Irán: ni religión, ni pasado, ni cultura, ni cercanía geográfica, ni etnia. Sin embargo, no dudan en asociarse y buscar comunidades con el objetivo de poder sobrevivir, al menos, a su entender. Y puede ser incluso cierto desde su óptica. Mientras los triunfadores de aquella batalla ideológica que significó la guerra fría, en vez de fortalecer sus lazos se aíslan, debilitando el conjunto, como sucedió con el Brexit y ahora con la nueva política del presidente estadounidense Trump. Desde la crisis de los misiles en Cuba, en 1962 nunca habíamos estado tan cerca de un conflicto global, que quizá ya haya comenzado y no lo sepamos. Esperemos que se recobre la cordura y se pueda reconducir la situación, volviendo a ser la economía el caballo de batalla de la mayoría de países y el aburrimiento la tónica constante. Aunque para aburrimiento escribir de este gobierno que padecemos en España. A ver si se largan de una vez y podemos pasar página. “O wonder!/ How many goodly creatures are there here!/ How beauteous mankind is! O, brave new world/ That has such people in ’t!”