Hacía tiempo que una sentencia judicial no causaba tanto revuelo social. Tal levantamiento popular. Este cierre de filas, incluso entre contrarios. Entre derecha e izquierda, gobierno y oposición, feministas y mujeres conservadoras… Y no tanto porque la resolución no se ajuste a derecho, que se ajustará, digo yo, sino por su absoluta falta de sintonía con la sensibilidad actual en materia de igualdad de género, expresada contundente y masivamente, por si alguien no lo recuerda, en las pasadas manifestaciones del pasado 8 de marzo.
Llevamos días continuados de protestas en la calle, con una indignación popular que no tiene visos de remitir, sino todo lo contrario. Días de desconcierto en una Magistratura desacreditada por una sentencia, la del tribunal de La Manada, que la pone al pie de los caballos. Con unas asociaciones de jueces y fiscales alarmadas por los “insultos” y la “crítica furibunda” que, a su entender, este tribunal está sufriendo y el “juicio paralelo” que se está produciendo. Pidiendo incluso, vehementemente, la dimisión del ministro del Interior, Rafael Catalá, por interferir en el Poder Judicial.
Todo radica, en realidad, en la percepción que se tenga del delito. Lo que para el tribunal, en términos jurídicos, es “abuso sexual continuado”, para la inmensa mayoría de la sociedad es violación pura y dura. Donde tres jueces no aprecian (el cuarto está en otra dimensión) violencia ni intimidación, aunque la víctima se sintiera “impresionada y sin capacidad de reacción”, una mayoría de españoles sí las constata. Y así, claro, no hay forma de entenderse. No hay manera del conciliar al Pueblo con la Justicia que de él emana. Y la discrepancia no es baladí, en el primer caso la condena puede llegar hasta nueve años de encarcelamiento (que es la pena impuesta) y en el segundo nos vamos a los veinte.
Aunque si por Ricardo González fuera, los acusados ya estarían libres, al no apreciar el juez del voto particular ningún tipo de delito sino sólo “sexo impúdico en un ambiente de jolgorio”. Quizá haya sido ésta la gota que ha colmado un vaso que ya estaba demasiado lleno. Hay que estar muy “desfasado”, por decirlo suavemente, para ver sólo jolgorio en un sórdido portal con una sola salida donde cinco tíos de fuerte complexión física acorralan a una chica de dieciocho años y la someten a toda clase de vejaciones. Y todo porque esta joven no se liara a puñetazos con los cinco (como si el miedo no fuera capaz de paralizar al más osado)
Nadie pide, desde luego, que se prive a los acusados de sus garantías procesales, ni que se les someta a ninguna ley de Lynch ni mediática ni socialmente, pero tenemos un problema si no nos ponemos de acuerdo en lo que significa “violencia” e “intimidación” en este primer tercio del siglo XXI. Si reducimos el problema jurídico a un problema semántico. Si trasladamos a la interpretación de los textos legales, un problema que, como bien dice Iñaki Gabilondo, sólo está “en nuestras mentes y en el trasfondo de nuestra sociedad, donde sigue fuertemente atrincherado un pensamiento patriarcal”.
No quiero creer que los tres jueces que avalan la sentencia (del cuarto mejor no seguir hablando) hayan podido dejar de sentir en algún momento de este proceso judicial piedad o empatía por la víctima. Sí creo, por el contrario, que se han dejado atrapar, mientras debatían este terrible veredicto, por una hermenéutica añosa y un trasfondo atávico absolutamente trasnochados. Por una interpretación de la ley apolillada que podría cambiar en instancias superiores a las que apelará la acusación. Bastará sólo con que estos magistrados sintonicen con la nueva sensibilidad social en materia de igualdad de género y con los nuevos matices que van adquiriendo las palabras que la garantizan. Si no, vayan reformando urgentemente el código penal.