Tres años de covid
Hace tres años, Pedro Sánchez, el presidente del gobierno, se enfrentaba a una crítica rueda de prensa para anunciar que durante dos semanas a los españoles se les iba a privar de esa facultad que la democracia nos propició, la libertad. Nunca hasta entonces nos habíamos visto en tan tremenda vicisitud.
Con la Constitución en mano y leyendo el artículo 116, Sánchez, a pesar de que nos transmitía calma, nos decía, y creo que desde las más estricta preocupación, que era su deber velar por la salud de los españoles por la que iba a decidir en función a la opinión de un comité de expertos sanitarios al que todo Dios (ciudadanos de a pie), y desde la más suma ignorancia, criticó. Encerrarnos no fue capricho, sino una opción para frenar lo que en pocos días sembraría un caos irreparable en nuestras vidas.
Yo, como inexperta y desconocedora de cómo se gestiona una crisis sanitaria a nivel mundial (y miren que hubo millones y millones de expertos que desde casa te montaban un comando para en un abrir y cerrar de ojos solucionarlo) jamás me atreví a enjuiciar una labor tan ardua como la que le cayó a Fernando Simón, porque sinceramente y por mucho pastizal que le soltaran, no me hubiera gustado estar en su lugar. A esto hay que añadir que muchos políticos de derechas se encargaron de difundir y de componer fake news (muy típico de ellos este modus operandi) para sembrar más pánico del que ya se había apoderado de nosotros.
Casado fue un absoluto cero a la izquierda como líder de la oposición durante la crisis y mientras que le decía a Sánchez que era el peor presidente de la historia, el presidente estaba preparando un plan de vacunación, que para colmo fue violado por muchos miembros de su partido que, con la mieditis en el cuerpo a contagiarse, se vacunaron por encima de lo más vulnerables (recuerden el caso de Villegas, consejero de Sanidad por Murcia).
Un año después, miembros de la extrema derecha, como Abascal, exigían el levantamiento de las restricciones para gozar de la libertad. También lo pidió Ayuso y, aprovechándose de la pandemia, hizo que su hermano querido se desembolsara un millón de euros por la venta de mascarillas.
Y estas personas eran las que pedían la dimisión de un presidente que no lo hizo bien del todo, pero que al menos nos salvaguardó de lo que podría haber sido una hecatombe con los intereses de privacidad que tienen los señores aquí nombrados.
Primero, los insultos fueron hacia Sánchez, después pasaron a un segundo plano, para apedrear al incompetente, según la vox pópuli, de Fernando Simón. Argumentar si el médico Simón lo hacía bien o no, máxime cuando era la propia OMS la que no tenía ni puñetera idea de que era lo que estaba pasando, fue uno de los principales despropósitos de los españoles durante la pandemia, por no hablar de ese título universitario que le dieron a los sanitarios: el de gandules. Dicho título solo puede salir de aquellos que viven inmersos en un estado de ineptitud.
Después, gracias a los estudios prolíficos, que a contrarreloj realizaron sanitarios e investigadores, en estas líneas no puedo dejar de nombrar al célebre inmunólogo divulgador, Alfredo Corell, pudimos comprender que estábamos ante un virus mutante debido a su naturaleza de ARN, y que ni la oposición, ni ningún ciudadano de a pie, sentado en su sofá, hubiera sido capaz de gestionar tal situación. Fue la divulgación del propio Corell la que a mí me convenció desde el primer momento.
Nos comprometimos, salimos a aplaudir a los balcones porque empezamos a ser conscientes de que los sanitarios empezaron a echar turnos de infinitas horas (de ahí que para mí hayan sido los imprescindibles de esta aventura, y no otros colectivos que se han colgado medallas sin haber participado prácticamente en esta competición), porque la gente se estaba muriendo y por los pacientes renunciaron hasta a ser personas.
Empezamos a adquirir una cultura sanitaria que hasta ahora sí que había sido inexistente para todos: uso de mascarillas, higiene, uso adecuado de los servicios de urgencia, distancia social ante amenaza de contagio y, sobre todo, anunciamos con carteles por los balcones que este virus nos iba a hacer cambiar.
Han pasado tres años desde que un virus, desconocido y letal en sus orígenes, llegara para quedarse. Y no hemos cambiado, porque el ser humano olvida pronto lo bueno y perpetua siempre lo malo, para echarlo en cara las veces que haga falta. Ahora, hemos recuperado la libertad, y a diferencia de muchísimas víctimas, seguimos vivos y sí, ahora resulta fácil decir cómo se habría gestionado esta crisis, pero hace tres años, no había nadie que supiera hacerlo.