Transitemos, si son tan amables, por José Antonio Vergara Parra

Transitemos, si son tan amables

En términos históricos, La llamada Transición Española supuso un hito político donde los méritos, más o menos conocidos, estuvieron por fortuna repartidos. Los años han delatado sus lagunas, vacilaciones e imprevisiones pero también su esplendor; la brillantez de una obra de ingeniería política donde no faltaron dificultades pero tampoco generosidad y pericia.

La Constitución Española de 1978 es a la Transición lo que el enxaneta a un castell; es decir, la cúspide, venturosa y fértil, de un extraordinario esfuerzo colectivo. Sólo la ignorancia y sólo la iniquidad podrían perturbar esta rocosa certidumbre.

Aquello, antes que un tránsito, fue un salto, un brinco desde una dictadura cuadragenaria hacia una lozana democracia. Cuarenta y dos años más tarde es tiempo de transitar, no por segunda sino por primera vez en realidad.

Toda Ley de Leyes nace con vocación de permanencia; no es una Ley más y cualquier modificación requiere de una sólida justificación sustantiva y circunstancial. No es un melón que pueda abrirse a capricho de indecisos e inoportunos. Mas la Carta Magna tampoco es, como algunos pretenden, una ley mosáica revelada y divina, ajena a contradicción y mejora. La soberanía siempre precede a la Ley; es su justificación primigenia y última.

Por variadas y consistentes razones, que intentaré esbozar,  apremia una primera transición porque, insisto, nuestro periodo constituyente no fue una transición sino una metamorfosis radical  y prometedora.

La Constitución del 78 respondió a una urgencia vital: la instauración de una democracia. Por esa premura, desde luego justificada, algunos e importantes asuntos quedaron irresolutos o acaso esbozados. Los años han revelado que tales asuntos, difíciles y complejos, se han enquistado cuando no deteriorado. Citaré cuatro materias que, entre otras muchas, justifican suficientemente la conveniencia de escrutar el sentir del Pueblo. La forma de la Jefatura del Estado, la organización territorial del Estado, el blindaje de la Justicia y la determinación de competencias que debieran quedar en manos exclusivas de ese mismo Estado.

El 22 de julio de 1969, dos días después de que el hombre pisara la Luna, y amparándose en la Ley de Sucesión, Franco nombraría a Juan Carlos de Borbón como su sucesor en la Jefatura del Estado. Los atributos masculinos del Caudillo, que distorsionaban con su aflautada voz, ignoraron el orden sucesorio condenando a un incómodo Don Juan al ostracismo dinástico. El nombramiento franquista de Juan Carlos obtuvo el visado de los padres constituyentes y el refrendo del Pueblo español que, en un mismo paquete, hubo de aceptarlo sí o sí.  El diseño territorial del estado es un galimatías discrecional y parcial, germen de iniquidades y desequilibrios, donde la Historia fue ninguneada o amplificada al albur de intereses en parte ajenos al rigor intelectual. La justicia debe ser total y radicalmente independiente de los partidos políticos y esa emancipación debe tener blindaje constitucional. De haber sido así, nos habríamos librado del enojoso asalto perpetrado en 1985 por el gobierno socialista en el que González era Presidente y Ledesma Ministro de Justicia. Quédense con esa fecha porque Montesquieu (en cuya obra influyeron Platón, Aristóteles y otros pensadores más tardíos) fue de nuevo inhumado. Muchos pusieron el grito en el cielo y juraron reparación mas, llegados al poder, la amnesia y la inconsistencia moral harían el resto. González y Ledesma debían leer a los clásicos pues Platón dejó escrito que la justicia no es otra que la conveniencia del más fuerte”. Dicho y hecho.

Sorprende que la nueva izquierda, liderada por jóvenes y “jóvenas” de reciente trasiego universitario y de ninguno o muy escaso recorrido vital, se arrojen en brazos de quienes buscan el debilitamiento del Estado. Un estado vigoroso es garantía para los más desfavorecidos y seremos más fuertes cuanto más unidos permanezcamos. Sólo el conjunto del país puede decidir sobre su suerte colectiva y anchuroso es el mundo para apóstatas y soberbios. Pero ésta es sólo mi opinión, naturalmente.

Convóquense comicios generales para la apertura de un nuevo proceso constituyente. Sométanse a refrendo popular tres o cuatro formulas posibles que, a su vez, sean reflejo de la pluralidad ideológica. Y acéptese, en buena lid, la opción vencedora. Seguirá habiendo puertas en el campo pero quizás, sólo quizás, alcancemos cien años no de soledad pero sí de paz.

Lo sé. Me hago cargo. Sé de muchos para quienes los comicios son un molesto y laborioso trámite con el que conseguir o preservar mullidos sillones. Excelentes dividendos que bien merecen recorrer cada palmo de la piel de toro. Estrecharán mil manos y regalarán un millón de besos. Encaramados en el atril, mientras incondicionales y devotos entran en éxtasis, dirán cuán excelentes son ellos y cuán malos los otros. No esperen sinceridad ni reconocimiento para el adversario, ni gesto de contrición alguna.

Porque definitivamente, muchos, demasiados, no quieren que nada cambie. Es decir; pretenden que las grandes cuestiones queden selladas en salones de techos altos y primorosas alfombras, hurtando al pueblo soberano el verdadero poder de decisión.  Dijo Cicerón que somos esclavos de las Leyes para poder ser realmente libres. Dijo verdad pero no toda la verdad porque el uso adecuado de las preposiciones importa una barbaridad. No me conforme con un Estado con Derecho; aspiro a un Estado de Derecho. El Pueblo, que como a Don Miguel Hernández “también me arrastra”, no quiere lisonjas pero sí respeto.

*El 22 de julio de 1969, amparándose en la Ley de Sucesión según la cual sería Franco quien nombraría al monarca del reino, el Caudillo designa a Juan Carlos de Borbón como su sucesor a la Jefatura del Estado, con el título de Príncipe de España, saltándose así el orden sucesorio natural que correspondía.

 

 

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