Trabajo decente
Cuando para una organización cualquiera las cosas van viento en popa, y se van construyendo afinidades y alianzas en pro de objetivos sociales muy loables, nadie de la organización se para a pensar por qué un corcel marrón salvaje se escapa de cuando en cuando del grupo y empieza a relinchar como un loco y suelta coces, hasta que una de ellas aterriza en una cabeza humana y le levanta la tapa de los sesos.
¿A quién le importa que se pierda una gota de agua en el mar? ¿Creéis que se va a molestar el mar por la pérdida de una gota?
Podría ser un enfermero itinerante de atención primaria “fichado” por una empresa subcontratada de una empresa subcontratada. Hecho. Un enfermero contratado para llegar donde nadie llega, como los productos de limpieza de algunos anuncios. Otro hecho. Un enfermero que cada día realiza su faena en un pequeño núcleo de población distinto. Desplazamiento en coche particular de lunes a viernes. Viajes. Vida. Paisajes. Estaciones de paso. Ventanas de oportunidad. Aire fresco. Nuevas experiencias. Nuevos acentos. Nuevos rostros. Hechos consumados. Hechos no rehechos. Hechos puros.
A las once de la mañana una parada natural de corte biológico. Bocadillo de atún con tomate y café con leche. Buenas sensaciones, buena gente la atendida, y agradecida. Solamente puedo decir, gracias por venir. Más biología. Me hago pipi. No había acudido al baño en toda la mañana. Estoy en una especie de construcción de piedra como la casa que construyó el tercer cerdito ante la presencia inminente del lobo, pero con pinta de estar semi abandonada. Esto es como la casa que contiene una la taquilla para comprar un billete en el tren fantasma. Cuando veo el váter se me viene a la cabeza una sala de conciertos punk, y su aseo. Aquí hay incrustaciones de la época de los romanos. Sellos reales en forma de puntos solidificados que ya forman parte, como un grano crónico que ha evolucionado en cicatriz en tu cara, del váter. Brota de mí una expresión verbal de asombro:
¡La hostia puta! (Vocalizando bien).
Nunca hago popó fuera de casa, prefiero aguantar la presión, salvo que ésta sea tan poderosa que sea imposible soportarla. Si tuviera que hacerlo, o pongo papel higiénico alrededor del aguanta posaderas, que no hay, me lo he inventado, o práctico el método popó from the air.
Al día siguiente toca otro sitio. Ya tengo las llaves. Tuve que pasar por la central por la tarde, y desplazarme 110 km a recogerlas. Mirando la llave ya de por sí no me daba buena espina la arquitectura que me encontraría mañana cuando la observé antes del irme a la cama, por el óxido.
Todo es tan excitante que ya es mañana. Que guay ¡Chócala!
Abro la puerta. Chirría que parece una cacofonía envuelta en ruido blanco. Las baldosas bailan. Aquí hay más humedad que donde la fabrican. Las paredes sueltan polvillo, lo veo casi verlo. Enciendo las luces. Al ver que todo queda iluminado siento la magia del progreso, como si hubiese encendido una bombilla en la edad de piedra y llevará a cuestas un ternero sangrando para comérmelo crudo.
Si esto es un puesto de “socorro” para atender a personas que van a acudir a mí a que les ponga un pinchazo o les cambie una venda o les saque un vidrio de un oído, yo soy el Rey Arturo. Por suerte, suerte que alegra, qué detalle, el váter está en buen estado. Lo que no veo por ningún lado es algo que caliente el ambiente. No pasa absolutamente nada. Llevo en el maletero del coche la pelliza de mi abuelo. Esa de piel de borrega por dentro que tanta gracia te hacía, esa que te recordaba a Derzú Uzalá. Y el gorro. Apañado. Quien se amarga es porque quiere, me digo. Y como soy, virtud, así de resolutivo, me rasco el bolsillo y compro yo mismo unos cuantos utensilios y productos de limpieza de un súper donde tienen de todo menos futuro. Normal. A quién le importa si no se siente.
Al tercer día comparto habitáculo con la señora Juana. Yo le cálculo unos 120 años pero, como ha estado toda la vida a base de garbanzos con limón y, sobre todo, ayudando desde que tenía 5 años a la gente, (muy importante este acontecimiento de ayudar), goza de un lozanía de una joven de 20.
Lo que veo es inefable pero lo voy a intentar. Es como una casa de una sola planta como podrida por fuera, desconchada, maltratada, con viruela, abandonada tras el cierre de la cooperativa que daba de comer a muchas familias de la zona, ahora decorado de película del oeste y de terror a lo John Carpenter: tienda de comestibles sin comestibles, estanco, barbería, loterías, ferretería, zapatero remendón, lanas Rita, en claro proceso de descomposición; es como entrar allá en un salón donde hubo un fiestón, cincuenta años después. Aquí ya no se puede decir que haya suciedad, es el fantasma de la suciedad, es un sueño, un viaje en el tiempo. La señora Juana se encarga de lanzar unas pelotas de goma espuma de colores llamativos a otras personas mayores, cuatro, todas mujeres, que están sentadas en torno a una mesa camilla. Yo hago lo mío, en mi zona, sin separación, sin cortinas como la de los hospitales que separan camas. ¿Puede bajarse usted los pantalones señor? Uf ¿Le escuece la ingle? Me dice que sí. Es un hombre muy mayor el que contesta, delgaducho, consumido por el paso inexorable de la vida. Oigo risitas de la cuarta o quinta edad. Escucho: aún conserva un poco de su antiguo culillo.
Le digo a la señora Juana que, si es tan amable, ponga el calefactor de aire mirando hacia nosotros mientras dure mi atención. El paciente lo agradece. La señora Juana en la despedida de su sesión matinal pone un cd en el aparato correspondiente y de su cosecha.
Suenan Los pajaritos. Yo también me pongo a bailar y las mozas de 100 años me lanzan las pelotas de goma espuma en señal de cariño.
Hay váter. Sucio, fantasmal, matrix, pero hay.
Al cuarto día llamo a la central. No hay agua corriente en el lugar. Inefable. Esta vez no tengo palabras, que es lo que viene a significar más o menos esa palabreja que me mola tanto, o tanto me mola. He visto hasta una familia de ratones abrazados de miedo. Imagino que por el tiempo que hace que no ven un ser humano. En la central me dicen que compre, (ya se me abonará en concepto: dietas) bombonas agua de cinco o diez litros. De paso les hablo de los anteriores lugares de desarrollo funcional laboral. Me dicen que haga fotos. Me dicen que si no hay alcalde pedáneo para que yo mismo emita una misiva para solicitar los recursos que me faltan. Me dicen que sí sé manejar office. Coño office, me digo, ya está todo solucionado con office. Padre Excel que estás en los cielos.
Hoy, es el día mundial del trabajo decente. Veo que mi empresa participa en los actos conmemorativos. Una gran apuesta por sembrar respeto, por contagiar bondad, por superar la rigidez cervical de los tiempos de María Castaña, dice uno de los jefes al que no he visto en mi vida.
Llamo a la central cuatro meses después. Estoy con un resfriado crónico, con un descontrol no sé si hormonal que me tiene hundido. Sin defensas. Me dicen que recibieron las fotos y el informe. Me dicen, después de anunciar y denunciar lo mío, como si un corcel marrón me hubiese soltado una coz en la cabeza, que tenía que haber avisado con quince días de antelación, después de decirles que no era cuestión de pedirme la baja, que es una cuestión de parálisis permanente, de mirarme en el espejo y ver que soy infeliz, de creerme el mundo atómico y darme una y otra vez cabezazos contra la pared intentando colarme en el otro lado, que no se trata ni de sueldo, ni con un millón de pesetas el mes y ochenta días de asuntos propios. Me dicen que es lo que marca la ley. Me dicen y me dicen, y me dicen, que no voy a tener derecho a nada, que siga, que ponga toda la carne en el asador, mi carne, no la suya, que todo va viento en popa.
Y cuelgo, e ignoro. Y no vuelvo.
¿A quién le importa que se pierda una gota de agua en el mar? ¿Creéis que se va a molestar el mar por la pérdida de una gota?
Y después, nada.