The guys, por Maura Morés

The guys

Si hubiera existido Instagram en la época de la guerra de Vietnam y, como parece lógico por la política de conservación de bienes personales de los ejércitos occidentales fuera de la refriega, cada combatiente dispusiera de su móvil en los lapsos de descanso, sí que nos hubiéramos enterado de lo que vale un peine. He consultado bastantes fuentes de primera mano sobre este conflicto últimamente porque siempre me ha parecido (sin negar su crueldad) bastante pop y surrealista, nada que ver con antiguas cruzadas en aras de la democracia donde nuestros curtidos bisabuelos hicieron de roble a requerimiento de una humanidad tambaleante, y mis intuiciones no iban desencaminadas. Entendedme, en toda guerra, por mucho que se intenten proteger vidas, se sufre, y más en una librada en un territorio a merced de la naturaleza más desatada y de un clima enfermizo, pero aquella fue sin duda la primera protagonizada por América que podría haber servido de carne de red social.

Los chicos que fueron a Vietnam a partir del 65 no eran sus padres y abuelos. No iban a aceptar las coronas de espinas que conlleva ser el héroe combatiente de los totalitarismos. Eran gente del baby boom post bomba nuclear, criados con suficiente mantequilla de cacahuete y chocolate para no preferir otra cosa, descubridores de lo que ahora conocemos como rock de culto, beneficiarios de la accesibilidad del deporte antes más restringido a los que menos madrugaban, los primeros que pese a un bolsillo menguado podían ir tirando para coche propio y fardón, cine climatizado, cazadora de estética canalla, perritos calientes con la novia, guitarras y transistores con los que molestar a los vecinos… Los primeros que acudieron en masa a la playa para broncearse, jugar al voleibol y surfear en vez de sentarse plácidamente en una manta de damisela cuando aquí ni nos metíamos hasta la rodilla, los primeros en estar más familiarizados con el vaquero, las zapatillas de lona, la camisa hawaiana y las vistas de bikinis que con la corbata y el sombrero. Obviamente, porque no eran los noventa, seguían casándose pronto y trayendo niños al mundo, pero con la tranquilidad de la escapada del divorcio ya asimilada como opción futura, menos ganas de procrear en vista de lo fácil que sería pasarlo bien en verano metidos de diez a diez en la cama, más propensión a infidelidades no tan angustiosamente enterradas y una más atractiva juventud en edad de concebir (por disponibilidad de múltiples compensaciones a precio razonable al coñazo de la crianza, y eso que ya se imponía el biberón). En los años sesenta lo que un americano medio compraba para su casa y su mesa de la cena en el almacén de oportunidades cercano nos daría risa porque lo consideraríamos «de mercadillo», pero desde luego a un español contemporáneo lo habría dejado boquiabierto. Aquí no era tan normal poder construir en sus infinitos terrenos antes tomados por cactus o pastos a un precio aceptable nada más casarse, acceder con ahorros a ciertos electrodomésticos, refrigeración o piscina privada… El capitalismo de aire benévolo de entonces permitía que un chaval sin formación superior que siempre tendría que sudar en un taller o una explotación ganadera tuviera para calmar sus necesidades entradas de cine, hamburguesas y sundaes de cadena y ropa para presumir que no se cayera del todo a pedazos, algo que, mi propio padre sin ir más lejos, siendo más joven, no olía en el pueblo cuyo ocio infantil giraba en torno a pozas y charcas a veces insalubres y pájaros abatidos con tirachinas (la primera película que mi padre vio en pantalla digna de su nombre fue en el internado).

Sí, Estados Unidos había conseguido maquillar muy considerablemente su pobreza antes engorrosa, especialmente porque no faltaba colocación para sus quinceañeros tardíos. Y, de pronto, el pulso con los comunistas en las viejas colonias europeas del Mar de la China Meridional se hace insostenible y hay que aterrizar sobre el terreno y hacer alardes de fuerza para no parecer en exceso condescendientes. Pero la expansión de la ideología que comparten soviéticos y chinos es en el quinto pimiento, en localizaciones incómodas y de aire mórbido donde una fruta se pudre mientras la miras y nada es remotamente parecido a las comodidades del mundo anglosajón. Vietnam y Camboya son para sus hijos, para la gente que allí vino al mundo curtida en ese calor mordiente y casi siempre viscoso, para los que aguantan con mala carne no siempre de ternera y no se horrorizan si no es posible cepillarse con dentífrico de farmacia tres veces al día. Gente cuya menor preocupación es sudar o que le rujan las tripas por una tortuosa digestión.

Mis amigas lloraban en Sri Lanka porque la leche les había sentado mal, los elefantes no eran los bondadosos y estúpidos peluches afectos a las caricias de su mente, muchos hombres les hablaban con desidia e ironía (los comprendo si les pedían subir a determinadas colinas para poder fotografiar atardeceres ambarinos sin escalar con calzado de Cenicienta) y su piel era pasto de insectos hematófagos poco conscientes de los derechos del ciudadano incardinado en la OTAN. Recuerdo que un comercial que viaja mucho a Vietnam decía entre risas comprensivas que tus anfitriones no van a procurarte el Santo Grial de la comida con sello de aprobación de Chicote porque seas huésped blanco de honor entre otras cosas porque no disponen de ella, y si el roedor encurtido y el limpiacristales en copa son su ofrenda, te los tragas y te callas porque hace años aquí nosotros no nos lucíamos con mucho más que unos altramuces y en lugares húmedos como la Albufera cada bicho contaba para alegrar la cazuela. Imaginad cómo tratarían a unos invasores armados y más arrogantes que una folclórica recién abandonada por su hombre.

No podemos quejarnos en exceso del supuesto rendimiento que mostrarían nuestros hijos en una guerra ficticia si ya hace cincuenta y pico años contamos con el ejemplo de lo que supuso para una juventud bastante ajena al dolor físico una inmersión en una. Podrían llevarse sus guitarras, sus tablas de surf y sus cámaras fotográficas y recortarse el uniforme para poder recorrer la selva más fresquitos, pero la realidad estaba ahí en forma de ejercicio casi inasumible con contracturas, abrasiones y ampollas de regalo, fiebre, infecciones, veneno de seres indeseables del reino animal, indigestiones, ansiedad, insomnio, bochorno, sol implacable intercambiable por lluvias monzónicas y ante todo un repulsivo calor que enloquece a cualquier extranjero, sobre todo si viene de los bien ventilados pueblecitos de la Norteamérica central o de paraísos cálidos pero ungidos por los vientos apaciguadores del Pacífico norte. Si sumergirte en esa caldera hermanada con el paludismo ya es duro siendo turista pertrechado de botiquín portátil y billete de vuelta, era de esperar que la perspectiva de un año de servicio chapoteando en el fango con la muerte siempre respirando en la nuca llevara a esos poco profesionales aspirantes a héroe de los Estados Unidos a lanzarse en un brebaje de drogas, alcohol, sexo con desagradables secuelas y, en última instancia, desahogo (por medio del ejercicio de una violencia soterrada que estallaba en ráfagas de odio hacia los menos culpables y más fáciles de maltratar).

Imaginamos sin dificultad el Instagram de los destinados a Vietnam, no muy distinto del de tantos niñatos de ahora pero en terreno bélico y en pleno verano del amor: cortes de pelo de chulo de putas, cintas-bandana de Jimi Hendrix con la excusa de retener el sudor, gafas de sol, los collares locales de abalorios o conchas porque la fiebre por el souvenir es tan vieja como el primer Grand Tour, tatuajes que pretenden ser muy viriles, la guerrera personalizada a tijeretazo limpio y con chapas de Harley Davidson y el círculo de Holtom, porrito entre los labios, el índice y el corazón formando una uve y la muñeca llena de pulseras con símbolos taoístas. Y alguna tabla de surf por ahí al hombro para traerse California a las playas ocupadas, como los fantasmas de Apocalypse Now. Debajo, el pie de foto rezaría «Love my panas, hella bad» o «Look at us, Charlie, cocksucker». No cuesta tanto distinguir a esos chavales de nuestros hermanos pequeños. Me temo que esto ya viene de largo, pero que aquí en España nos azotó con retraso porque estábamos asfixiados de asco y ni para guitarras ni cintas de Jimi había en el pueblo.

 

 

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