Speculo, por José Antonio Vergara Parra

Speculo

Ejercitar la auto crítica, sin incurrir en sadismo, es muy recomendable. Y exótico, por infrecuente. Pocas veces nos situamos frente al espejo con mirada humilde. Aun con una voz muy tenue, participo de esa misma soberbia que, de uno u otro modo, impregna al colectivo de periodistas, columnistas, tertulianos y opinadores varios. Las libertades de expresión y prensa son sagradas para toda democracia pero, como toda liberalidad, debieran ser ejercidas con prudencia y mesura. No hablo de límites ulteriores a esclarecer por consumidores de opinión o por los tribunales. No. Me refiero a la destilación previa y particular que deberíamos imprimir a nuestras palabras y a nuestros silencios.  No hay coloquio televisivo o radiofónico donde a sus sapientísimos tertulianos se les escape algo. Lo saben todo de todo. Diseccionan la realidad con la precisión del mejor cirujano y ofrecen indubitadas recetas para cosíos y descosíos. Pero la realidad no es tan sencilla ni es necesario ese lenguaje bélico y lesivo que tanto dolor y fractura producen.

No sé si las palabras zahieren más que la espada pero me consta que ocasionan llagas profundas y persistentes; imperecederas, a veces. Más allá de conductas delictivas o concluyentemente inmorales, la falibilidad del prójimo merece una oportunidad. Como la buena fe, que debe presumirse siempre. Y si de política hablamos, el daltonismo reflexivo nos haría mucho bien porque si el hábito no hace al monje tampoco el color de la bandera prejuzga la valía o decencia de un político.

Razones espurias o, en el mejor de los casos, puramente mercantilistas, trastocan todo intento de objetividad y justicia opinativas. Felipe González, cuya agudeza e inteligencia están muy por encima de antecesores y sucesores, acuñó aquello de verdad publicada en contraposición con la verdad desnuda.  Sus motivos tenía y no todos níveos pues la corrupción del momento apenas daba tregua a las rotativas. Mas algo de razón tenía pues las líneas editoriales en manos equivocadas se tornan en meros instrumentos de poder y manipulación, que no de libertad.

No hay pluma libre de servidumbres y prejuicios pero ¿qué otra maldita cosa podemos hacer sino usar nuestros presuntos talentos al servicio del bien? No podemos elegir nuestro principio ni nuestro final pero sí la forma de caminar. Podemos levantar el mentón, sacudirnos el miedo y pasear por estos mundos de Dios con cuanta dignidad nos sea posible.

De elegir este camino, paladearemos más vinagre que aceite y anonimato que laurel pero no importará pues la paz nos vendrá a visitar.  Sólo a mi me represento y bien servido ando y, desde tan pesada cancillería, afirmo que las palabras impresas dejan huellas de nuestra estupidez. Volver la vista atrás y releer algunas de mis reflexiones me suscita un descomunal sonrojo. Supongo que las letras, como la vida, son sucesiones de errores y enmiendas; interrumpidas a veces por destellos de sabiduría. Suerte que no sea la suma de deslices lo que incline la balanza sino nuestra humildad y coraje para retomar la senda correcta.

Hay resortes poco recomendables que presionan las teclas por uno mismo. Tal vez la vanidad por ser leído o por asomar por este o aquel medio. Acaso un íntimo sometimiento a un público que uno cree fiel y que espera de ti lo que eres y lo que no eres. Mas nadie, salvo uno mismo, es culpable por nuestra altivez e imaginarias cadenas que, aun así, pesan lo suyo.

Mi hermano, que es sabio, me previno de esto: «quien desoye la conciencia, pierde la razón. La conciencia es un órgano inmaterial, pero real, que nos habla; que nos dice qué está bien y qué no lo está. Cuando la ignoramos, perdemos el equilibrio y la paz».

La conciencia, queridos amigos, es el heraldo de Dios y me he propuesto que guíe mis pasos; también mi verbo.

 

 

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