Somos ἰδιώτης, según Diego J. Gacía Molina

Somos ἰδιώτης

Leyendo el otro día un artículo por casualidad me enteré de que muchos de nosotros somos ἰδιώτης (idiota en griego antiguo). El significado de esta palabra no es el que actualmente le asigna la Real Academia de la lengua española, que no castellana. Los griegos de hace 2.500 años denominaban idiota a aquella persona que no tenía interés por los asuntos públicos, la res publica que decían los romanos. Quien se mantenía al margen de la vida pública era considerado como una señal de ignorancia, desinformación e incluso de falta de deber cívico. Entendían que sin la participación ciudadana la democracia no sería posible. Por participación no se referían a votar, obviamente. ¿Por qué pienso que somos idiotas? La verdad, porque fuera de los convencidos de un partido y otro, ciegos a cualquier razonamiento, es complicado encontrar a personas con inquietudes y recelos sobre el desarrollo actual de nuestro sistema político. La mayoría de personas tienen bastante con sobrellevar su vida de la mejor manera posible y el tren de vida moderno nos completa el horario con ocio, deporte y otras aficiones, no quedando tiempo efectivo para cualquier otra cuestión. Y como ya he escrito en varias ocasiones es lo normal y lógico. No obstante, el político y orador heleno Pericles dijo: “Los individuos pueden ellos mismos ocuparse simultáneamente de sus asuntos privados y de los públicos […] tenemos más por inútil que por tranquila a la persona que no participa en las tareas de la comunidad.”. También es cierto que el concepto de ciudadanía en Atenas no era el mismo que el actual, excluyendo de ella a la mayoría de la población, entre ella las mujeres.

Hoy día no tenemos ese problema, puesto que el derecho a voto es universal, sin requerir ninguna condición exceptuando la ciudadanía española. Mas lo habitual es que nuestra participación en la vida pública se limite a eso, a votar y punto. Si gana nuestro equipo… digo partido, pues tan contentos, y si gana el otro, pues cuatro años de lamentos, y poco más. Reflexionando sobre esto me preguntaba cuál sería la forma adecuada de participar en la vida pública de nuestra democracia. Está claro que un país de 48 millones de habitantes no es lo mismo que una ciudad, por mucha Atenas que fuera. Y la verdad es que es complicado. En esta sociedad actual, la vida pública está monopolizado, casi en exclusiva, por los principales partidos políticos y es casi imposible hacerse un hueco debido al excesivo poder que han acumulado, tanto económico como mediático, y hasta judicial, me atrevería a decir, como podemos comprobar cuando se encuentran político, o alguien de su entorno involucrado en un delito. Si no es un fallo de un juez afín, se aparta al juez que no lo es, se excede el plazo instrucción, o finalmente se indulta o amnistía cuando todo lo anterior no funciona. Cuando un estado tiene en sus manos las fuerzas de seguridad, los jueces y los medios de comunicación, tiene todo el mando y preponderancia, no hay contrapoder que le pueda hacer sombra. Solo hay que fijarse en el proceso que ha seguido Venezuela durante los últimos 20 años para averiguar cómo se puede acabar con la democracia usando la democracia. El asociacionismo tampoco funciona; no es costumbre en estos lares y suele estar infiltrado, influido, cuando no directamente fabricado por esos mismos partidos, lo que limita la acción fuera de la política pura.

¿Qué podemos hacer? ¿Cuál es la solución entonces? Quién sabe. Creo que ya es tarde para nuestra generación y las anteriores. Incluso para alguna posterior intoxicada con tanto despropósito e intoxicación. No es posible buscar soluciones inmediatas. Solo queda el largo plazo, y para ello la solución está en los futuros ciudadanos. Conseguir que no sean idiotas en el sentido que le daban en la Grecia clásica. Todos podemos aportar nuestro granito de arena. Un primer paso sería acostumbrar a los futuros ciudadanos a hablar de política para que no se lo tomen como algo emocional. Es un hecho que muchísima gente vota con el corazón, en vez de con la cabeza. No se fija en a quién está votando sino en serle fiel a «su partido» de toda la vida. Y por supuesto, los suyos son buenos y puros y los otros son malvados por naturaleza. Y viceversa. Al tener interiorizado y normalizado comentar asuntos políticos, quizá estas nuevas generaciones puedan hablar y discutir de forma pausada sobre estos temas sin llegar a enfados ni llegar a situaciones incómodas. Hay que aceptar que existen otras ideas que son tan válidas como las mías y pueden funcionar en una sociedad democrática. Por ejemplo, comenzando en colegios e institutos; también en casa. No para adoctrinar a los alumnos o la prole, sino para que sean conscientes de lo que está en juego. Para entender a qué me refiero, nada mejor que terminar con un poema de Bertold Bretch, y más en esta época de inflación acumulada de más de un 20%: «El peor analfabeto es el analfabeto político. Él no oye, no habla ni participa en los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio del pan, del pescado, de la harina, del alquiler, del calzado y de las medicinas dependen de las decisiones políticas». Todavía continúa un par de versos más, aunque no sé si a más de uno le hará gracia leerlo…