Sin pantallas
¿Se imaginan vivir durante unos días alejados de las perturbadoras pantallas? Ojalá se cayera el sistema durante un tiempo, simplemente para volver a comprobar el tipo de persona que éramos antes, aunque solo fuera para darnos cuenta de lo peligrosa que es esta aventura en la que nos hemos embarcado, la de las pantallas, y de la que todavía no sabemos qué consecuencias se pueden derivar.
Difícil es imaginar nuestro día a día sin ellas, máxime cuando estas se han convertido en una especie de marcapasos que nos acelera el ritmo cardíaco. Quizás sería eso lo que ocurriría; si nos las quitasen, nuestro corazón empezaría a sufrir ritmos anómalos y no precisamente por tema patológico, sino porque la bárbara exigencia digital ha empezado a provocar en nosotros una especie de estrés crónico que en poco tiempo derivará en otras patologías más severas.
El neurocientífico francés, Michel Desmurget, nos alerta en su libro, titulado La fábrica de cretinos digitales, de las consecuencias inmediatas que a una persona, medianamente cuerda, le deberían angustiar: obesidad, debido al sedentarismo; conductas agresivas en adolescentes, ya que se convierte en una adicción incontrolable; falta de memoria y empobrecimiento del lenguaje.
Asistimos a una pandemia para la que no va a ser tan fácil hallar vacuna o tratamiento alguno, y no por falta de grandes psiquiatras que ya nos dicen que nos hemos convertido en la generación cristal (agrietada y rota minuto a minuto, a pique de romperse por culpa de esa abstinencia que le produce no estar manipulando un teléfono), sino porque las personas nos empeñamos en no querer despojarnos de ese corsé que tanto nos asfixia y que se llama rutina digital.
Vivimos imperiosamente estresados y condicionados por todo lo que se publica en la web, de hecho, nos hemos empeñado en querer vivir en un absurdo cautiverio en el que voluntariamente hemos querido entrar y que no nos deja darnos cuenta de que tenemos solo una vida la cual en lugar de aprovecharla, la estamos vendiendo al mundo con tantas y tantas publicaciones a lo largo del día.
Publicar de manera tan compulsiva nos convierte en cretinos digitales a merced de unos amigos virtuales que nos van a dar un like, que nos van a poner comentarios de lo maravillosas personas que somos, aunque luego nos vean por la calle y ni nos miren, o aunque pongan nuestra vida manga por hombro. Pero está tan de moda esto de las pantallas que estamos dispuestos a seguir en este valle de lágrimas donde cada vez proliferan más la ansiedad, la soberbia, el egoísmo, la codicia y hasta me atrevería a decir lo inhumano.
Además, hemos dejado de lado cualquier hobby que nos llene o cualquier situación de la vida que no nos enriquezca: leemos poco, conversamos lo justo o menos con nuestro entorno, porque ahora las veladas se limitan a estar delante de nuestra gente pero con la pantalla en la mano, hasta el punto de que aumente el mutismo y disminuye la fluidez verbal de las personas.
Estemos donde estemos siempre hay gente a nuestro alrededor pendiente únicamente de revisar estados de WhatsApp, historias en Instagram o ver vídeos en Tik Tok. Y, como la envidia se ha convertido en deporte olímpico, muy practicado en este mundo infame de pantallas, yo tengo que publicar lo mismo o más que mi contacto para decirle al mundo entero: dónde estoy, con quién voy a salir, las notas que ha sacado mi hijo en Infantil o las pedazo de vacaciones que me estoy pegando con el fin de darle un aliciente a una vida que, al parecer, tiene que ser bastante insulsa, y como nos tenemos que sentir realizados públicamente pues allá que vamos a mostrarle al mundo todo lo que valemos.
Se trata de un mundo poco piadoso que es de vital importancia para muchas personas, sobre todo para aquellas cuya salud emocional es completamente inestable. Yo no llego a entender el objetivo de vivir obligatoriamente con la pantalla como metáfora del espejo de mi vida. Publico, claro que sí, pero no con la necesidad de recibir a cambio apoyo social, este es en muchos casos engañoso, ya que la mayor aprobación en redes es sinónimo de desacuerdo personal.
Lo que pasa es que tras la pantalla todos nos queremos, todos somos muy guapos y todos somos imprescindibles, cuando a fin de cuentas todo es producto de este engaño virtual que cada día me confirma más que las consecuencias si ya son nefastas, llegarán a ser casi de hecatombe. Ojalá vivir un tiempo sin pantallas para llegar a disfrutar una mínima parte de lo que antes se hacía.