Sentido
La primera muerte apareció de repente, pero no por ello no fue esperada, es un decir, sobre todo cuando día tras día ves morir a familiares, adultos y niños, amigos, vecinos, conocidos y no conocidos. De repente y esperada, enjaulada con nosotras dentro, la muerte acecha aquí tan presente que hasta la sentimos sudar.
Entre tanta confusión y con el pitido constante en los oídos, Ikram no tuvo tiempo ni de sentir la pérdida de su hija, la mayor, de 15 años, oculta entre un amasijo de piedras todavía humeantes y vigas de hierro retorcidas que parecían chillar. Un hombre se la llevó en volandas; estaba perdida, sin saber qué hacer, a la carrera, a esperar en otro lugar que cesara el ruido, a esperar la vida de hoy o sus propias muertes de hoy, cuestión de azar en pleno centro de Gaza.
La segunda muerte también apareció de repente, aunque estuviera al mismo tiempo y en todas partes. Esta vez su hijo, Omar, de siete años. La explosión ocurrió cerca, pero no tan cerca como la primera. El niño cayó de espaldas a causa del temblor de la tierra; la onda expansiva como un vendaval; una piedra justo en el camino; golpe en la cabeza y sangre; el niño sin reacción en el acto. A Ikram se le abrieron todas las puertas del dolor y la rabia, con su hijo en brazos corriendo en busca de ayuda, de sentido, aullando vida para él, envuelta en mil demonios, implorando justicia, mostrando al mundo la sangre de su sangre muerta, buscando parar el aguacero de bombas, buscando remedio e ideas comunes, una conciencia generalizada y humana ante la barbarie, preguntando a la cámara de televisión, de quiénes se defienden los que han acabado con dos de sus hijos, tan ida, tan fuera de sí, tan desamparada, que acabó dando patadas a su propio hijo delante de un mundo extraño que gira la cabeza para no sentir cuando no nos toca.
La tercera muerte todavía no se ha producido, pero está cerca. Ikram observa a su tercer y último hijo, todavía vivo desde una cristalera sucia de un hospital que ya no es un hospital. La luz titubea, apenas alumbra, escasean médicos, personal sanitario, escasea todo aquello que en nuestra idea de hospital occidental debe tener un hospital. Ikram reza, encerrada dentro de su luto para siempre, para que alma de su hijo no se quede revoloteando en esta dimensión creyendo que está vivo porque puede ver y oír al enfermero trasteando una bombilla. La percepción agudizada de Ikram le hace adivinar una paloma blanca, pero él se resiste, con cinco años no cree que nadie piense que pudo asaltar a ningún colono y rebanarle el cuello con una catana. Ella insiste en sus plegarias; que el único Dios lo acoja en su seno, y esconde sus ojos negros con el velo. Todo se ha quedado a oscuras y en calma, sólo unos pocos puntos azules de una máquina vieja pegada a la cama, la luz de otro mundo en forma de una paloma blanca, y otra luz con los colores gaseosos de un arco iris que se aleja. Su hijo ha muerto, aquí, bien acompañado, bien recibido. Parece que el pequeño entendió que no podía quedarse aquí. Pero ya no hay gritos ni desesperación en su madre, clamor de ayuda o justicia común que ahuyente la idea de matarnos a todas, como si matar fuese un derecho del hombre y de los estados formados por hombres, que en su génesis se suponía nos traían la paz, para que los hombres no se mataran entre ellos.
No tiene ningún sentido nada, piensa, afanarse en la búsqueda de alguno, algún sentido, desviviéndote, persiguiendo respuestas detrás de los aviones del progreso y la inteligencia, en las cuencas de los ojos sin luz de su último hijo, de la vida misma, mayor frustración, desengaño y depresión, una explicación, dime, un solo sentido, ¿Cuál? Y éste no llega con la suficiencia de fundirte con el mismo sentido, como si fuera materia y energía como tú, la misma cara de la misma moneda. Así que no llega, ni llegará, porque ya está en ti. Sólo sé que ahora estoy sola, se dice, sola y viva, resistiendo mientras dure.