Sangre en la nieve: Batalla por Stalingrado
César Marín Noguera (IES Los Albares)-Segundo premio en la Categoría 1 (de 1º a 3º de ESO)
20 de mayo de 1941 en algún lugar de la URSS
Estaba esperando en la fila de registro. El lugar era enorme y la fila llegaba al final de la calle. Estuve un par de horas esperando pero por fin una señora me atendió detrás de un mostrador, la señora llevaba gafas y parecía muy mayor:
—Nombre y apellidos, señor – me preguntó la mujer pasando a otro folio.
—Iván — le dije — Iván Petrovich —.
La señora me dio unos papeles y me señaló una sala con un cartel grande que ponía “Bienvenido al Ejército Rojo”. Al pasar me midieron y me dieron un uniforme y unas botas. Luego me llevaron a un vestuario en el que otros jóvenes se vestían también con uniformes similares al mío.
Poco más de una hora después, llegó un camión que nos llevó a todos a un cuartel pequeño. Desde el camión se podía ver un pequeño campo de tiro, una pista de obstáculos, unos barracones y la zona de oficiales. El camión pilló un bache que me sacó del embobamiento.
—Todos abajo y formen filas— nos decían mientras nos asignaban los pelotones.
Yo estaba en el Ejército 28, a las órdenes del capitán Volkov que nos trataba como ratas o peor, como escoria, pero supongo que así son las cosas en el ejército.
Por el día entrenamos sin parar y por la noche, tenía que soportar los ronquidos de mis compañeros. Había un chaval al que llamábamos cariñosamente “Morsa” por su tamaño y dientes exageradamente grandes. “Morsa” (que en realidad se llamaba Yuri) era un buen tipo. Disparaba bien, era fuerte, nos trataba bien a todos… pero roncaba muy fuerte y a muchos nos costaba dormir por su culpa.
22 de agosto de 1942
Fue un día soleado. Nos recogió un camión que nos llevó a hacer una patrulla por una ciudad, Stalingrado. Yo solo tenía que hacer una cosa, quedarme en el edificio y vigilar durante aquella noche, pero el cansancio me pudo, me quedé dormido durante mi turno de vigilancia.
Un ruido fuerte me despertó. Era una explosión. Me incorporé y vi varias explosiones, humo, fuego y muchos heridos. Habían atacado Stalingrado durante mi guardia y yo no les había despertado. Ahora la ciudad está siendo arrasada por los alemanes y yo sigo tumbado en la terraza del edificio, con mi rifle en el suelo y temblando como una hoja.
Me derrumbé, me senté en el suelo con mis manos agarrando mis rodillas. Todo era culpa mía. Morsa, el capitán Volkov…, todos, por mi culpa, debieron de haber muerto asesinados mientras dormían.
Me levanté y bajé a la calle. Todo estaba destruido y lleno de muertos. No era una conquista, era una carnicería. Corrí durante lo que me parecieron horas por las calles de la ciudad. Llegué al centro y entré en un edificio donde se supone que dormían mis compañeros. No quedaba ni un alma, solo sangre y huellas de barro. Caí al suelo de rodillas y me eché a llorar. Durante todo el día lloré sin parar como un bebé recién nacido, pensaba que todo era mi culpa y que si no hubiera sido por mí, todos seguirían vivos.
Al caer la noche me calmé un poco. Me asomé a la ventana y vi que llovía, llovía mucho; parecía una tormenta. Entre el ruido de la lluvia y de las ratas pude distinguir pasos.
Me alarmé y decidí esconderme en una de las habitaciones mientras los pasos se hacían más fuertes y mi corazón latía más rápido. Noté como mi respiración se aceleraba conforme los pasos se acercaban a mí. Fue un momento intenso, oía voces de un alemán, tal vez dos y yo mientras agarraba el rifle apuntando a la puerta con las manos temblorosas. Sudaba, sudaba mucho y, a pesar del frío, sentía como ardía por dentro sabiendo que, de un momento a otro, un soldado entraría por esa puerta y me daría un frío abrazo con su bala. Casi podía sentir la sangre que derramaré de un momento a otro.
Entonces la puerta comenzó a sonar y se abrió lentamente. Un soldado alemán y bajito me miró asustado. Creo que no se esperaba que hubiera nadie porque del susto su arma cayó al suelo y al caer se disparó impactando en la pierna del soldado.
Me levanté y puse mi rifle en su barbilla. Él me miró con miedo, en sus ojos podía ver el pánico y la desesperación. Se echó a llorar, lloró como un niño, y yo ahí de pie con un rifle en su barbilla y la mano en el gatillo.
Tiré el arma al suelo, no pude soportar la idea de que alguien más muriera por mi culpa. Me miró con ojos de cordero, no logré entender nunca por qué hizo lo que hizo después.
Habría sido el miedo o la inseguridad, pero ese chico cogió y arrancó todas las anillas de su cinturón de granadas.
No tuve tiempo de pensar algo mejor que hacer pero le arranqué el cinturón y lo tiré fuera de la habitación y cerré la puerta. El chico me miró sin entender por qué no había salido corriendo y lo había abandonado a su suerte pero, cuando fue a detenerme, las granadas explotaron, y la explosión nos lanzó contra la pared a los dos.
Me levanté y vi la herida de la bala en la pierna del chico, me acerqué y él se apartó.
—No temas—le dije—Voy a ayudarte—
El chico me miró asustado. Él lógicamente no hablaba ruso y yo no hablaba alemán así que no pude hacer otra cosa que hacer un gesto para calmarlo.
Él lo entendió y me acerqué para ver su herida. La bala le había atravesado toda la pierna así que me arranqué la manga y le improvisé un vendaje. Me miraba asustado creo que no comprendía el motivo de mis acciones.
Pasamos días allí encerrados esperando a que alguien moviera los escombros y nos rescatase. El hambre era inmenso, nuestras barrigas rugían como leones por el hambre y la sed. Cuando nos quedamos sin agua nos bebíamos el agua de la lluvia que goteaba del tejado. Los días eran fríos, pero la luz se colaba por algún lugar de aquel techo de madera húmeda y mohosa pero por las noches el miedo por el ruido de los bombardeos de alguno de los dos bandos no nos dejaba dormir. La herida de mi compañero había empeorado, si no lo curaban pronto, no lo contaría.
Hasta que una noche un misil cayó en la fachada del edificio y abrió una gran brecha por la que podíamos salir sin problemas. Me levanté y corrí hacia la salida, pero me detuve en seco, me giré y vi a mi compañero intentando levantarse. Con su herida en la pierna le alcanzará un balazo antes de llegar con sus compañeros, pensé.
Lo cargué en mis brazos. Él me miró de nuevo sorprendido. Por su cara deduje que no entendía por qué no le abandonaba a su suerte así que solo le sonreí y salí de aquella habitación. Tuve un momento de duda, no sabía en qué dirección correr. Supuse que mis compañeros no lo curarían así que corrí hacia el centro de la ciudad, donde seguramente se habrán asentado los alemanes.
Corrí mucho tiempo con él en brazos hasta que llegué a su campamento, me apuntaron con sus rifles y me gritaron. Dejé al soldado en el suelo, él se arrastró hacia ellos, su herida había empeorado. Puse las manos en mi cabeza, noté el frío de un cañón metálico y mis enemigos se llevaron a mi compañero herido. Había merecido la pena…